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Un largo suspiro fue lo primero que dio su compañero al verla. Sarai, que había estado esperándole en la calle durante un rato, frunció el ceño. El inquisidor la miró de arriba abajo y ella hizo lo mismo. Parecía joven, tenía la tez de un marrón claro y llevaba la cabeza afeitada por los lados y el cabello castaño recogido arriba en una pequeña cola. Había visto peinados parecidos en las calles de la ciudad; pero nunca a nadie que pasase por Torre Quemada; no parecía propio de un inquisidor. Iba uniformado, con el gabán azul marino sobre la chaqueta del mismo color, camisa blanca, botas de punta metálica y espada y revólver colgando del cinturón.

—Tenía que ser a mí —murmuró él.

A Sarai no le gustaba nada la forma en que la miraba, como si fuera un carro volcado bloqueando el camino a un mensajero con prisas. Por un momento dejó que se alejara la idea de que era un inquisidor, le recordó a Mansleigh y a Hope, y se sintió inclinada a responderle. Estaba delgado, y ella le sacaba una cabeza. Si empezaba una pelea, no la iba a perder.

Tus verdaderos enemigos están ahí fuera.

Sarai se cruzó de brazos. El tipo dijo algo más para sí y se pellizcó el puente de la nariz antes de decidir dirigirse a ella.

—Supongo que tú eres la novata. —Sarai asintió con la cabeza—. ¿Cómo te llamas?

—Sarai. Sarai de Torre Quemada.

El inquisidor la miró con curiosidad renovada.

—¿Quiénes son tus padres?

Sarai conocía esa pregunta, sabía que no era más que otra forma de preguntar si era hija bastarda de una familia importante.

—No lo sé.

—Ajá. —Le pareció que había algo de incredulidad en la forma en la que el inquisidor arrugó el ceño—. Es raro que lleguen novatos huérfanos a la capital.

Sarai se encogió de hombros. Era cierto que no sabía quiénes eran sus padres. Nunca le habían dado una explicación en Torre Quemada, y nunca la habían tratado como había visto que hacían con otros reclutas que sí conocían a sus padres, a pesar de no llevar su apellido. En parte le gustaba arroparse en cierta teoría. Solo había una persona que siempre recordaba su nombre, que apreciaba su esfuerzo y su potencial hasta el punto de haberla traído hasta donde estaba ahora. Pero sabía que era más un deseo absurdo e infantil que otra cosa. Era imposible, porque si lo fuera, lo sabría. Se lo habría dicho tiempo atrás, o eso le gustaba pensar. Se habría asegurado de que Kraus era benévolo con ella.

El inquisidor siguió frunciendo el ceño hasta que ella empezó a mosquearse e hizo lo mismo; luego pareció tragarse un suspiro.

—Mi nombre es Stoleas de Montealto. Yo también soy huérfano. Si no te han explicado cómo funciona esto, de aquí a un año vas a ser mi compañera, ayudarme con mi trabajo y aprender a hacer el tuyo. —Stoleas se pasó los dedos por el pelo y luego le ofreció la mano. Llevaba un nombre propio de la península, pero sus rasgos eran isleños. Sarai asumió que sería hijo de soldados de las brujas, las torres habían acogido a muchos—. Puedes llamarme por mi nombre, no necesito honoríficos.

Sarai correspondió al gesto apretando la mano enguantada de su mentor.

—Venga, voy a enseñarte el cuartel.

El inquisidor comenzó a andar, y Sarai lo siguió de vuelta al interior del edificio.

La construcción era bastante reciente, de arquitectura moderna, muy diferente a la de Torre Quemada. De planta cuadrada, contaba con tres pisos de altura y ventanas cuadradas reforzadas con barrotes metálicos.

Tierra de Fuego y SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora