Sarai reprimió el reflejo de encogerse al sentir el pinchazo. Había hecho llamar a Stoleas enseguida, y este había aparecido escoltado por el mensajero de los Hawth en una media hora, con aspecto apurado y preocupado. Hasta entonces, se había dedicado a analizar los alrededores y registrar la casa en busca del rastro de alguna otra bruja, porque sabía que aquella que había aparecido trabajaba en equipo. Amelia Hawth se había ofrecido entonces a coserle el corte que tenía en el hombro, pero ella lo había rechazado, más preocupada por cerciorarse de que la mansión estaba segura. Ahora que Stoleas estaba allí, y no había ni rastro de ninguna bruja, se había sentado y había aceptado.
Estaban reunidos en un estudio, uno diferente a aquel en el que había entrado la bruja. Matheus Hawth presidiendo la sala desde detrás del escritorio, Stoleas de Montealto en pie en el centro y ellas dos en el sofá de uno de los laterales. Su hermano había intentado echarla, pero Amelia había insistido alegando que alguien debía atender esa herida, así que se la estaba cosiendo mientras hablaban. Tenía las manos suaves, y le sujetaba la cabeza con cuidado y la regañaba en voz baja si se movía. Y debería ser fácil para Sarai dejarse llevar por eso, querría dejarse embriagar los sentidos por ella, pero estaban todos en alerta. Todavía podía sentir la magia de aquella bruja en la piel y escuchar la forma en la que pronunciaba su nombre. Todavía podía escuchar su propio corazón en el pecho, desbocado desde el enfrentamiento.
Y había pasado suficiente tiempo como para que todo ello se hubiera desvanecido, pero la mantenía inquieta.
–¿Cómo vas? –preguntó Amelia en un susurro.
–Bien –respondió ella.
La chica le retiró un mechón de pelo detrás de la oreja y continuó cosiendo. Sarai tenía la vista fija en su compañero, pero tampoco le miraba de verdad. No sabía en qué centrarse; nada en aquella sala conseguía capturar su atención.
–No hace falta que me dé largas, lord Hawth –decía el joven inquisidor–. Sabemos lo que buscan las brujas. Sabemos lo que llevan sus ferrocarriles,
Matheus Hawth se rió por lo bajo, ladeando la cabeza. Tenía el cabello rubio y largo hasta los hombros, una barba cuidada y se parecía considerablemente a sus dos hermanos.
–Dígame –preguntó Stoleas–, ¿de quién es la orden? ¿Quién ordenó que se trajeran armas?
–Escúchame, inquisidor… Se avecina una guerra. Las brujas van a iniciarla tarde o temprano. ¿De verdad te sorprende?
–Lo que me sorprende es el secretismo con el que se lleva –explicó Stoleas.
Estaba tenso, erguido como un estandarte. Matheus Hawth, frente a él, se mantenía relajado.
–Ni siquiera es un secreto. Los planos se los compramos a ellas. En Durr las fabrican y nosotros solo traemos los cargamentos.
Amelia le siseó algo a Sarai. Había terminado con los puntos. Ella pensaba en las brujas. Las brujas eran proveedoras de las armas. Las brujas habían organizado un Cónclave por ellas. Las brujas estaban asaltando trenes. Las brujas iban a iniciar una guerra.
Las brujas querían matarla.
Todo aquello la abrumó demasiado y apartó la vista de la conversación. Terminó mirando a Amelia, porque no sabía dónde mirar, y descubrió que ella también parecía preocupada. Había miedo en su rostro, pero también determinación en la forma en la que apretaba la mandíbula. Sarai sintió el impulso de besarla, aunque solo fuera para sentir algo distinto; vergüenza, arrepentimiento, placer, cualquier cosa que la hiciera desaparecer de la sala durante un momento, y que dejara de haber brujas, trenes, armas y guerra.
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Tierra de Fuego y Sombras
FantasyDespués de una guerra que parecía no tener fin, la nación de Uneris firmó la paz con sus enemigas, las brujas del sol y la luna. Tras el arreglo de fronteras y territorios, la ciudad de Ardid fue designada capital neutral y se convirtió rápidamente...