T R E I N T A Y U N O

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Envidiaba a la gente que se entretenía estudiando los cromosomas, las células y los órganos de todos los seres vivos habidos y por haber

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Envidiaba a la gente que se entretenía estudiando los cromosomas, las células y los órganos de todos los seres vivos habidos y por haber. Me sentía un poco culpable de no estar atendiendo al ver el entusiasmo que la profesora le dedicaba a la asignatura. Se movía efusivamente de un lado a otro, con una sonrisa en el rostro explicando la forma en la que los cromosomas se unían para formar nuestros ADN.

Mientras tanto, yo estaba con mi espalda apoyada sobre la pared blanca de mi izquierda dibujando a saber qué. El lápiz se movía por el papel como si fuera una hoja desprendida de un árbol que se desplazaba libremente al ritmo de una perezosa brisa. Solté un bufido, exasperada, que no resultó lo suficiente discreto pues la maestra entornó los ojos en mi dirección y una expresión molesta arrugó sus bonitas facciones.

La rubia de bote que se sentaba a mi lado en clases se aguantó la risa todo lo que pudo pero no consiguió disimular la vibración de su cuerpo ante las carcajadas que deseaban salir de sus labios con estrepitoso fracaso. Enfoqué mi mirada en el dibujo para tratar de olvidarme del calor que había invadido mis mejillas, probablemente rojas a la vista del público.

El aire se quedó atorado en mi garganta. No por la vergüenza (aunque podría haberlo sido perfectamente) sino por la nitidez del dibujo, la realidad que se escondía bajo esa capa de grafito. Unos ojos punteados por miles de motas oscuras, como constelaciones en una noche de verano a la luz de la luna, me miraban. Reconocería esa mirada en cualquier lugar.

Eché un vistazo a la rubia a mi lado, de repente dándome cuenta de mi error y reconociendo la razón de su cachondeo. El color de mis mejillas subió varias tonalidades y de allí se extendieron en red por toda mi cara. Sentía el calor por todas partes. Fruncí el ceño.

Maldito sea Bradley y su capacidad para meterse en mi cabeza.

Negué con la cabeza. El sentimiento de incertidumbre seguía allí. Cada vez que enfocaba la vista en el dibujo, en sus ojos, me acordaba de él y, al instante, como si todo estuviera encadenado, la discusión con Keane aparecía en mi mente. Mi estómago se revolvía, mi corazón latía desesperado, mi pecho se encogía y las dudas renacían como el Ave Fénix de sus cenizas.

Keane era una persona que no podía volver a meter en mi vida, al menos, durante un tiempo. Necesitaba pensar en todo, sopesar lo que llevaba sintiendo, pensando y experimentado desde que se metió en un mundo del que solo se podía salir malparado. Ayudaría a Keane en todo lo que estuviera en mi mano, sin pensarlo dos veces, pero para ello primero necesitaba ayudarme a mí misma. Había drenado mucha energía, sudor y lágrimas en tomar aquella decisión y no iba a echarme atrás ahora.

Con Bradley las cosas eran diferentes. No quería volver a repetir la misma historia con él pero, de algún modo, sentía que sucedería lo mismo. Bradley no vino tras la discusión de ayer con Keane. Y hoy, en cuanto me desperté, leí un mensaje suyo disculpándose porque no podría venir. No le respondí. Bradley llevaba escribiéndome toda la mañana y he tenido la tentación más de una vez de apagar el móvil porque me sentía tan saturada que hasta ver su nombre me llenaba de una ansiedad incontrolable. Tenía que meditarlo todo y, si le contestaba, estaba segura de que diría cosas de las que me arrepintiera, o a lo mejor actuaba raro y Bradley trataba de sonsacarme lo que me pasaba.

Por lo menos, no estoy muerto (I.P.#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora