Se colaban las piedrecitas del camino que seguía por la suela de mis zapatillas hastiándome a más no poder. Escuchaba los sorbidos de nariz de algunas de las personas de aquí y, de vez en cuando, veía un pañuelo en el suelo. Nunca levantaba la mirada hasta que llegaba a mi destino. La gente que rodeaba las lápidas, los féretros o donde narices estuvieran sus muertos no eran iguales a mí.
No quería que la tristeza que ellos brindaban a sus seres queridos me atormentara. Mi madre no necesitaba más lástima que la que ya tuvo durante toda su vida. Lo que menos ella iba a desear, era que su hijo le quitara la única razón por la que sentirse feliz. Era su foco de felicidad, su anclaje a tierra, y no iba a apagarle esa llama de esperanza que amanecía en sus ojos cada vez que me miraba.
— Hola, mamá —susurré al llegar adonde ella se encontraba. Su nombre lucía como el mismísimo sol acaparando toda mi atención. Recuerdo haber venido cinco años después de que ella me dejara en el orfanato y recorrer el cementerio de arriba a abajo hasta terminar por encontrar su nombre.
Holly Pettersson.
Me acordaba de cada mínimo detalle de su rostro, de su cuerpo y de su personalidad. Era la mujer más hermosa que había visto nunca. Sus ojos te hacían querer dejar lo que fuera que estuvieras haciendo, contenían esa fuerza de voluntad, esa bondad, que ni el más cabezota se habría resistido a ella. Su cuerpo estaba escuálido y, aún así, me abrazaba y me envolvía de tal forma que me hacía sentir como si, estar con ella, fuera estar en un búnker en el que nadie me dañaría. Toda ella era hermosa. Su interior se reflejaba en lo externo y no había nadie más preciosa que ella.
Apoyo las rodillas en el suelo notando la familiaridad del gesto. La tierra se mezclaba con los matojos aleatorios que había por el suelo. Si ya de por sí este lugar era horrible, las vistas solo hacían que te quisieras tirar por el puente más cercano. No sabia como mi madre podía soportar esto, ni si lo estaba soportando siquiera. Una corriente de aire acarició mi rostro con tanta delicadeza que dolió. Con mis dedos, delineé la lápida que se clavaba con fuerza en su lugar de soporte.
Tomé una respiración profunda olvidando el mundo a mi alrededor, los llantos, el moqueo constante y centrándome en mi corazón acelerado y el nudo en la garganta que no podía disipar ni con cien tragos de agua. Las manos temblaron mientras las alzaba y volvía a colocar de manera correcta el lazo rosa que había colocado en el trozo de piedra que tenía su nombre.
No le gustaron nunca las flores. Cada vez que ella estaba en el hospital y habría los ojos, lo primero que veía era una ramo. La hacían sentir como si no le quedara tiempo para vivir y lo menos que iba a hacer era traerle uno para que viera que de verdad se había ido. Aplané mis labios sintiendo el pecho latiendo más rápido que un atleta en un campeonato de velocidad.
— Te echo de menos, ¿sabes? —murmuré de nuevo. Su silencio pitaba en mis oídos y quise darme media vuelta para que no me viera caer pero tampoco me atreví. Ella estaba en algún lugar cuidando de mí y yo tenía que ser fuerte. Por ella, y por mí—. El orfanato sigue igual que la primera vez que lo viste. Ha venido más gente, casi todos son niños. Deberías ver sus caras. Aún no puedo ni imaginar lo difícil que se te pudo hacer dejarme en ese sitio. Están destrozados. Mandy siempre intenta que lo lleven bien y ya sabes como es Pete. Es el ángel guardián del orfanato.
ESTÁS LEYENDO
Por lo menos, no estoy muerto (I.P.#1)
Teen FictionBradley Pettersson había pasado por situaciones devastadoras para llegar a ser quien es. El abandono de sus propios padres podría ser una de las primeras razones de su cambio de actitud. Si a eso le sumas una pasión por las apuestas, una tendencia i...