D I E C I S I E T E

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Mis piernas se movieron, arriba y abajo, compulsivamente, de un lado a otro. Rodeé el auto destrozado, me senté sobre el capó, miré al frente y volví a agitar las piernas. El círculo vicioso se repetía una y otra vez. Sin punto de inicio ni meta final. Mis dientes mordieron la piel del interior de mi boca. Me saldrían llagas, lo sabía, pero mi cuerpo no tenía pedal de freno.

El nerviosismo atacaba mi estómago, mis movimientos, incluso mis horas de sueño. América no me había llamado de vuelta. Dijo que me llamaría. Tras el golpe en la puerta y cuando fue a abrir, no había escuchado señales de ella. Había muerto en combate, no estaba. Y yo me subía por las paredes al no tener idea de si se encontraba bien, si necesitaba ayuda.

Las personas comenzaron a salir del instituto, caras irreconocibles una detrás de otra. Ninguna en la que unos asombrosos ojos pardos asomaran por esas enormes y rizadas pestañas que acariciaran sus pómulos al parpadear. Ningún cabello distanciados en distintos tonos formando un degradado que comenzaba con el chocolate más puro y llegaba al caramelo más dulce. Ningún indicio de la chica que hacía que mi corazón martilleara en mi pecho con tanta fuerza que dolía. Ninguna señal de la chica tierna y reservada que me arrancaba la piel cada vez que sus misterios apoderaban la cordura de mi mente.

Mis ojos observaban mas ya no veía. Sacudí la cabeza. A veces todo se emborronaba, solo me quedaba divagando entre mis pensamientos y se me olvidaba la razón por la que me encontraba en cualquier lugar. Pese a todo pronóstico, era imposible que América y todo lo que la rodeaba se me fuera de mi mente. Estaba de una forma tan exquisita que me ahogaba a estar condenado a ella, atado a su situación, sus pensamientos, sus emociones. Era estúpido pensar que no me gustaba, mi piel cosquilleaba en un torrente de electricidad cada vez que pensaba en ello.

—¿Bradley? —llamaron tras de mí. Fueron dos voces, agudas, interrogantes.

Mi cabeza se volteó hasta las dueñas, solo visualicé a una de ellas. Los ojos se le agrandaron al verme, un brillo sucumbió la mirada apagada que poseía. Vi su labio, comenzando a temblar y como sus dientes lo arrastraron hasta que el estremecimiento cesó. O quiso pretender que lo hizo. No pronunció ni una sola palabra. Me encargué en ese eterno período de tiempo en analizar cada parte de su hermoso rostro. Ella estaba bien, no había ni un solo rasguño. Al menos, no físico. Las garras soltaron tímidamente mi corazón, todavía sosteniéndolo por si un imprevisto se atrevía a imponerse.

—¿Qué haces aquí? —repitió. Esquivé el contacto visual con el bombón que, durante horas, aciduló todo lugar que tuviera que ver con mi supervivencia.

Liz me miraba, sus ojos levemente confundidos con ese toque de broma y una sonrisa que evocaba la diversión. No pude ni sonreír de vuelta, mi mente seguía ofuscada en América con tanta fuerza que ni un ilusionista me haría estar en los mundos de caramelos, color de rosa y felicidad.

Por lo menos, no estoy muerto (I.P.#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora