Q U I N C E

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Vi su rostro, día tras día. El virus expandiéndose cada día por diferentes partes de su cuerpo. Me sonreía como la más viva de las amazonas, aunque sufría en silencio. Cuidaba de mí, aunque ella necesitaba más ayuda que no podía permitirse y prefería invertir en mí. Me apoyaba, a pesar de que ella era la primera que debería haber reclamado un pequeño ápice de esperanza. Crecí en el amargo recuerdo de su cuerpo sostenido por los huesos y una fina capa de piel que no dejaba espacio a la grasa.

No quería que esa hubiera sido la imagen que la representaba en su lápida. Fue tomada poco antes de su muerte, era lo más seguro. Ni siquiera cuando ella me dejó en el orfanato habría recordado un rostro tan demacrado de ella en el que la vida le consumía. No se caracterizaba en nada a lo que alguna vez ella representaba. Un aura angelical perteneciente del cielo que merecía sobrevivir en una vida sin dolor y sufrimiento. Pese a todo ella, seguía manteniendo la hermosa sonrisa que me habría gustado que tuviera en su lápida.

Me metía en su misma piel. Veía imposible aguantar lo mismo que ella hizo durante infinitas situaciones de su vida. Cargó en su espalda la figura de un hombre que no se había hecho cargo del hijo que ambos crearon y tampoco se dio por vencida cuando una enfermedad terminal atacó sus sistema. Siguió allí para aquellas personas que la amaban y que tenía la seguridad de que la amarían siempre. A pesar de todos. A pesar de todo.

Mi pelo se movía con el aire, se me pusieron los pelos de punta por el contraste de temperatura. Nada hizo que dejara de mirar su lápida, en silencio. Las palabras no salían de mi boca ni echaban sus frutos en mi mente. Solo un silencio que llegaba a incomodarme y una cantidad de cosas por confesarle que estaba seguro de que jamás podría decir del tirón. Se trataba de este tipo de cosas, las que me hacían un cobarde incapacitado para contar las felicidades que consideraba desgracias y los cielos que transformaba en infiernos.

Esta vez no tenía nada que decir. Esperaba que ella pudiera meterse en mi cabeza y ahondar en todo lo que internamente le estaba diciendo. Mis labios se aplanaron incapaz de pronunciar lo que en mi cabeza pensaba. Callaba cosas que debían salir a la luz y contaba algunas que podrían haber seguido escondidas. Eso era lo que estaba mal conmigo.Me encargaba de pensar en situaciones hermosas, agradables y sinceras y se me olvidaba lo más importante. La gente no podía leer mis pensamientos. Debía demostrarlo, confesarlo y sentirlo. Todo. Aunque fuera estúpido o un sinsentido.

—Nunca sé que decirte cuando te visito. Quiero que me veas, que me sonrías como siempre lo hacías y me des consejos cuando algo me sale mal. Mandy a veces sirve, la mayoría de veces lo hace pero no es lo mismo. Eres mi madre, se suponía que debías estar conmigo siempre. Tú me habrías ayudado más que nadie.

El recuerdo de América flotó en mi mente. Ella era la persona que más encajaba en este tipo de reflexiones y era la única que permanecía en mi mente durante todas las charlas con mi madre. No desaparecía. Me llevé las manos a los bolsillos aligerando la tensión de mis hombros y sintiendo la brisa helada que calaba hasta mis huesos. Era lo más parecido a América. El aire se metía debajo de mi piel de la misma forma que lo estaba haciendo ella. Tan sutilmente que nunca sabría decir cuando fue que entró.

Por lo menos, no estoy muerto (I.P.#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora