C I N C O

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Mis manos aporrearon la puerta como si la vida me fuera en ello. En realidad, lo hacía. Mi vejiga dependía de esa puerta. Venía desde que había salido de casa necesitando ir al baño. ¡Me iba a mear en medio del portal, por el amor de Dios! ¿Qué hacía Liz que no habría la maldita puerta?

Todos los profesores de tango estarían orgullosos de verme mover los pies de esta manera y, ya sea dicho de paso, un pavo real se enamoraría de mi contoneo. Apreté la mandíbula reteniendo en mi interior las ganas de tirar la puerta abajo y entrar al baño por la fuerza, como en las películas —excepto por lo del baño, por supuesto. El dolor se instaló en la parte baja de mi estómago amenazándome con imitar la postura de un perro y comportarme de la misma forma. Tenía hasta los ojos llorosos y no dudaba de que en ningún momento saliera fuera, a la calle, para agarrar el primer árbol que encontrara.

Al menos así terminaría por mear a gusto.

— ¿Qué demonios te pasa? —exclamó una voz familiar detrás de mí.

Dejé de hacer círculos sobre un eje inexistente en el momento en el que mis ojos se movieron como un resorte hasta recaer sobre la postura de la peliazul. Me detuve unos segundos hasta decidir si darle un abrazo por haber abierto la puerta, agarrarle del cuello por haber tardado tanto o ignorarla y pasar directamente al baño. La tercera opción ganó y en menos de un minuto, mis pies literalmente dieron zancadas para llegar hasta la estúpida habitación.

Sentí que pesaba un kilo menos para cuando tiré de la cadena, me lavé las manos —porque me negaba a tener las manos llenas de microbios— y salí al exterior.

— ¿Por qué cojones has tardado tanto? —interrogué con la molestia en mi tono de voz.

«He estado apunto de orinar en medio del portal por su culpa, me merezco una justificación» —pensé

La peliazul estaba en la cocina preparando lo que suponía que era una taza de chocolate caliente —su bebida favorita— cuando se volteó para verme. A veces me costaba reconocer cómo se mantenía con ese cuerpo espectacular cuando no hacía casi nada de ejercicio. Luego recordaba sobre las carreras nocturnas que hacía y la pregunta se evaporaba de mi mente.

Sus ojos se entrecerraron como las rejas de una cárcel y su ceño se frunció con una expresión de enfado en la que no supe distinguir dónde terminaba una ceja y comenzaba la otra —. Solo he tardado dos minutos, idiota. Lo menos que podrías hacer es saludar antes de echarme la bronca por esa gilipollez.

Sonreí sin conseguir evitarlo. Seguía siendo la misma niña malhumorada de siempre y el chico con el que andaba no iba a cambiarla ni aunque tuviera una remota intención de ello. Seguí caminando hasta sentarme en una silla que había al lado de donde se encontraba. Me quedé impresionado ante la manera en la que cuidaba de mí y me dejaba una taza de chocolate caliente encima de la mesa.

Agarré la taza entre mis manos disfrutando del aroma que desprendía y el calor que enviaba a todo mi cuerpo. Suspiré aliviado de que por fin algo calmara el frío que tenía después de venir hasta aquí andando y muriendo de frío —aparte de tener unas inmensas ganas de ir al baño, también.

Por lo menos, no estoy muerto (I.P.#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora