V E I N T I T R E S

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Mandy no me había ayudado demasiado

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Mandy no me había ayudado demasiado. Tenía que confesarlo. Me había contado cosas y había sugerido otras pero ninguna me terminaba de convencer. Demasiado ñoñas, demasiado sosas y demasiado no ser yo mismo. Agradecía su ayuda, eso siempre, pero cada vez que me aconsejaba con algo era demasiado distante a lo que yo haría. Quería que pareciera real, que pareciera recién sacado del horno Bradley pero llevaba tres horas pensando y lo mejor que se me había ocurrido era una caja de bombones y un osito de peluche.

Después recordaba que a ella no le agradaba particularmente el chocolate y que ya tenía un oso gigante de peluche en su habitación y mi cabeza terminaba por partirse en dos.

Estas cosas no eran para mí. Si hubiera sido Zev el que estuviera enfadado, le habría comprado una hamburguesa o un juego para la consola recién estrenado y con eso habría estado solucionado. O a lo mejor, si estaba sin blanca, le hubiera dejado un par de días a solas con su maravillosa y esplendorosa novia de la que siempre presumía.

Pero él no era Zev. América era un mundo totalmente distinto en el que cada paso en falso podía hacerme caer por un precipicio y retroceder veinte casillas. Había avanzado todo tan bien que ni siquiera concebía la idea de que fuera real. Era demasiado perfecto todo. Y lo peor de todo es que todavía no sabía por qué había hecho lo que había hecho.

¿Qué sentido tenía hacerle el vacío cuando llevaba deseando probar sus labios durante semanas?

Bufé exasperado. Solté la libreta que tenía en las manos y en un arrebato de impotencia el boligrafo que mi mano derecho sostenía salió disparado hacia algún lugar de la cocina que no visualicé -o mejor dicho, no me interesé en saber.

Me levanté de la silla dirigiéndome hacia el sofá. Estaba demasiado obsesionado en hacerle algo que estuviera a la altura de sus expectativas y no fuera cliché. A ella no le gustaban esas cosas, o, al menos, no lo había dado a relucir como algo que le cautivara.

Ni una cena romántica en casa hecha por mí, ni un texto escrito a mano que le pudiera dejar en el felpudo, ni un ramo de flores que pudiera enviarle. Tampoco estaría bien ir a su instituto de repente porque no me dejaría hablarle. Había sido demasiado estúpido y no me perdonaría haberla dejado en ridículo.

¿Por qué tenía que gustarme tanto? ¿Por qué cojones la había besado? ¿Y por qué demonios me quejaba de enamorarme de ella si era lo mejor que me había pasado en mucho tiempo?

Gruñí, enfurecido hasta la médula. Ni siquiera me había dado tiempo a coger el mando a distancia de la televisión cuando unos abruptos y frenéticos golpes en la puerta me sobresaltaron.

¿Nadie sabía lo que era el silencio?

Me levanté molesto por la mierda de semana que llevaba y que solo parecía empeorar. Ya iba a cantarle las cuarenta, las cincuenta y las sesenta, sin embargo, algo ocurrió. Aquel día alguna divinidad todopoderosa estaba dispuesta a provocarme un infarto porque, una vez más, sentí el corazón en la garganta nada más abrir la puerta. Un cuerpo se abalanzó sobre mí. Sus delgados brazos se agarraron a mi cintura con tanta fuerza que, unido al sobresalto, me hizo trastabillar.

Por lo menos, no estoy muerto (I.P.#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora