Sarah vivía en un mundo sin color.
Las calles estaban rodeadas por edificios altos e imponentes, dibujados con distintos matices de grises. La carretera que recorría su calle era negra como el carbón y las líneas pintadas en ella eran blancas como la nieve. La ciudad era grande, enorme, y a ella le hacía sentir pequeña y menuda. Las calles eran grises y aburridas y a ella le hacían sentir insignificante y sin vida.
Empezaba a oscurecer, a hacerse negro el que había sido un cielo gris y cubierto de nubes. Aunque, bien mirado, Sarah nunca había visto el cielo de otro color que blanco, gris o negro. Y la luz que emitían las farolas, que empezaban a encenderse, era de un color blanco artificial.
Hacía frío, y viento, y el cielo amenazaba con tormenta. ¿Lluvia gris o blanca nieve? Pero, a pesar de esas predicciones en el tiempo, la niña iba en tirantes. El porqué era muy sencillo: los jerséis en ese pueblo eran todos negros, y las chaquetas y las camisetas grises. Pero la piel de todos era blanca como la cal y a ella le gustaba destacar.
Pero en un mundo tan monocromático como aquél, el blanco no destacaba tanto.Aunque la ciudad era aburrida e imponente, y nunca nadie visitaba aquellas calles silenciosas, un día un niño se perdió y llegó al pueblo. No era un niño de ahí, eso estaba claro: tenía la piel de color oscuro y cálido, y unos labios que a Sarah le parecían casi comestibles. ¿Y si era un niño fruta?
Las personas no conocían los colores más allá del blanco el gris y el negro, así que cuando Sarah vio ese niño, sintió lo que jamás había sentido: sentía ganas de salir y jugar con él, ganas de estar entre sus brazos, puesto que sus colores hacían que pareciera cálido y poco aburrido. Además, el color de sus labios, que destacaba en su piel, parecía de un color cálido y atractivo y muy llamativo.
El niño, en cambio, tenía miedo de lo que podía pasarle en ese mundo tan aburrido y vacío de color en el que reinaba un silencio cadencioso.La niña se le acercó y el chico se escondió tras un árbol de madera blanca. Sarah le tendió la mano, en señal de amistad, y le ofreció su nombre. A cambio él, le ofreció el suyo, pero era un secreto lleno de colores, y se lo dijo tan bajito que ella apenas intuyó un murmullo como el del viento.
La niña quiso ayudarlo, pero solamente lo haría a cambio de un trato: ella le enseñaba la salida del pueblo si él le enseñaba los colores.
Sarah tomó de la mano al niño y se lo llevó calle arriba, por donde él había llegado. Más allá de las montañas nevadas, donde se escondían la Luna y el Sol, vivía el niño entre colores.
A cambio, el niño le ofreció un paraguas hecho de tres colores: rojo, amarillo y azul. Le dijo que eran los tres colores primarios, y que si los mezclaba obtendría cualquier color. Le dijo que si se escondía bajo el paraguas podría ocultarse de la lluvia fría y que si lo ponía a contraluz, podría dibujar formas de colores en el suelo de mármol blanco de su cuarto.
Sarah le dio un beso en los labios rojos del niño. Moría de ganas de probarlos. Sabían a fresa.
Él, a cambio, le pintó el pelo de azul a ella, con tiempo y dedicación, y le explicó que era el color del cielo y del mar más allá de las montañas.
Finalmente se despidieron.
Ella anheló toda la vida cruzar las montañas nevadas.
Él deseó hasta la muerte otro beso de la niña sin color.
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Historias ocultas tras el objetivo de una cámara
Short Story«Relatos cortos y no tan cortos que una vez mi mente una vez perdió y volvió a encontrar tiempo después.» En octubre de 2010, una yo muy despistada pero feliz empezó un curso de escritura -casi- sin saberlo. (Yo creía que era un club de lectura pero...