Capítulo 3

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El grupo entero salió de la sala del trono dejando a Enós en ella. Se encontraban sin habla, ni si quiera Kaleth, que parecía el más despreocupado y hablador, se atrevió a pronunciar palabra. Alaric volvió a ofrecerle apoyo al anciano mientras este divagaba en sus pensamientos, Mellea se acercó más a su padre pese a que este la ignoraba por completo, y Kalet, que estaba solo se adelantó a los demás. Se dió la vuelta para mirarlos a todos de frente y sonrió seductoramente.

—¿Os habéis creído toda esa palabrería?¡Son solo memeces!—pese a que aparentaba muy seguro de sus palabras bien se podía percibir que estaba tratando de convencerse a sí mismo—los dioses, hablándole a simples humanos. Eligiendo a humanos para una chorrada así. ¡No tiene sentido! Si los dioses quisieran solucionar esto con tanto fervor lo solucionarían ellos mismos

—Se equivoca, joven. Usted no lo entiende...—empezó a decir el más mayor de todos ellos—Los dioses nos regalaron un libre albedrío, una libertad. Todos estos acontecimientos fueron creados gracias a, o por culpa de precisamente esa libertad. Si ellos interfieren qué sentido habría tenido el darnos la libertad

Alaric asintió comprendiendo las palabras de Tuan a la perfección, veía que algo de sentido tenía.

—¿Y por qué permitirían los dioses que sucedieran cosas tan horribles?¿Por qué permiten tanto dolor?—musitó la joven Mellea

Tuan abrió un poco más los ojos sorprendido por la pregunta, pero al mirar a la chiquilla le sonrió con dulzura. La jovencita parecía realmente angustiada por la pregunta que acababa de formular. Tanto que estaba bien claro que no era la primera vez que la expresaba. Algo aquejaba su pequeño corazón regularmente y no le dejaba ver más allá.

La joven apretó los puños con fuerza, pero todo su cuerpo debía estar ejerciéndola, pues empezó a temblar levemente. En ese mismo instante un ventanal superior del pasillo largo que atravesaban se abrió de par en par con tanta fuerza que se hizo añicos. Todos los cristales empezaron a caer sobre ellos en una lluvia afilada y cortante. Alaric y Kalet se cubrieron con los brazos esperando que si alguno se clavaba en ellos no les hiciera mucho daño. Ni Mielle ni Tuan se movieron, pero este último porque confiaba en que los dioses no permitirían que sufriera grandes daños. Piero por otro lado siguió avanzando. No le sorprendió nada de lo sucedido, ni mucho menos le molestaron los vidrios que le llovían encima.

—¡¿P-por qué la gente sufre?!¿Por qué la gente muere? ¿¡Por qué causamos dolor nosotros, incluso cuando no lo deseamos...?!—Mellea miró hacia Tuan, ansiosa de encontrar una respuesta.

Y el anciano entendió a la perfección lo que precisaba. Pese a no saber nada de la chiquilla y habiéndose conocido un par de horas antes sabía que iban a pasar mucho tiempo juntos, así que si tenía suerte podría ayudarla a dejar descansar su alma.

—Todo eso viene del amor a los seres vivos querida niña. El mal existe no porque los dioses lo deseen. El mal y el dolor vienen de una perversión de la creación buena de todos los dioses. El mal viene de esa libertad que se nos dió, pues sin esa libertad no habría amor en el mundo. Para amar se precisa de libertad. Y la libertad es tan extensa que en ella se encuentra la opción de hacer daño queriendo, de hacerlo sin querer y de no hacerlo en absoluto. —Tuan tomó una de las manos de la jove. El bastón que portaba en la mano contraria se lo dejó a Alaric para así poder quitar los pedazos de cristal del cabello pelirrojo de la joven—a veces hacemos daño sin quererlo, y eso no nos hace malos o llenos de maldad. Nos hace criaturas vivas, que se equivocan. Mientras exista arrepentimiento sincero los dioses lo perdonan todo... Pequeña, yo creo que hace años que se te perdonó de lo que fuera que hicieses. Todos te perdonaron, menos tú misma.

La joven abrazó con fuerza a Tuan y asintió lentamente, este la abrazó de vuelta. En el fondo sabía que la última parte de lo que había dicho no era cierta, pues no sólo ella parecía no perdonarse, pues su padre profesaba gran odio hacia la criatura. Pese a eso el anciano creía haber podido ayudar a esa pobre alma atormentada aunque fuera un poco, y con eso por ahora estaba satisfecho.

El Consejo de marfilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora