Capítulo 21

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Al entrar a la taberna Mellea fue recibida por el olor a alcohol. Era bastante familiar a ella, y aunque ya no le producía tanto asco como cuando era niña aún le evocaba a una sensación constante de inseguridad. Desde que su madre murió, y ellos tuvieron que marcharse de su hogar por lo sucedido, su padre pasaba todas las noches en una taberna no muy distinta a esta. Piero jamás había ahogado sus penas en alcohol. Cuando su madre vivía, el grandullón buscaba calmarse teniendo entre sus brazos la pequeña figura de su esposa, pero cuando está pequeña figura se desvaneció Piero comenzó a buscarla en el fundo de todas las jarras de cerveza que podía beber hasta quedar inconsciente. Y como no era capaz de hallarla la amargura y tristeza se hacían aún más duraderas, haciéndolo volver la noche siguiente a proseguir con una búsqueda que jamás encontraría un final por muchas bebidas que se terminase.

Al principio soldados conocidos de Piero acudían a donde residía con su hija, de entonces no más de 10 años, para alertarle de lo sucedido y esta pudiera ir a traerlo a casa.
No pasó mucho tiempo hasta que la propia joven empezase a ir por su cuenta.
Así se terminó haciendo costumbre que la joven frecuentase tabernas de todo tipo en busca de su padre.

Algo que había observado en la mayor parte de ellas era que los dueños parecían no tenerle miedo al fuego o a que su establecimiento se redujese a cenizas. El mobiliario era siempre tosco, hecho de algún tipo de madera y sin ningún tipo de distancia de seguridad entre las chimeneas o antorchas. La música de los bardos siempre sonaba más alta que todo lo demás, un murmullo constante le daba ambiente a la estancia, y de vez en cuando jarras chocando las unas con las otras precedían carcajadas contagiosas.
No era un mal ambiente, pero no el propicio para una jovencita que iba a buscar a su padre todas las noches. Una niña que esperaba encontrárse a su padre lo más sobrio posible, para evitarse insultos e intentos de golpe mientras este estaba tan ciego a alcohol que no la reconocía. La última vez, antes de que el rey Enós los mandase llamar, se prometió no volver a entrar a un sitio de esos. Prometió ponerse ella un poco por delante y ser algo egoísta. Y sin embargo...ahí estaba ahora, yendo a buscar a un hombre a una taberna otra vez, solo que esta vez era el bueno y adorable de Tuan. Un ancianito siervo de los dioses que no le iba a dar muchos problemas.

Anduvo por la estancia esquivando salpicones de cerveza como buenamente pudo y escaneado por la mirada el lugar en busca de Tuan.

—¡Te voy a reventa' la cabeza, viejo entrometío'!—desde la otra punta de la sala varios gritos y sacudidas de mobiliario alertaron a la joven.

Un numeroso grupo de agresivos borrachos de cernían sobre lo que parecía un gran trapo en el suelo. Por supuesto era Tuan, pero con la túnica que siempre llevaba y lo frágil que era, así acostado en el suelo, aparentaba sólo eso, un trapo viejo lanzado de cualquier manera.
La jovencita corrió hacia el anciano y trató de ponerse en medio.

—¡Ya vale!¡P-parad!—pero algo así no detiene a una marabunta de hombres corpulentos demasiado tomados.

Apartaron a la joven entre gritos y jolgorios alegando que una mujer no debía meterse, y ya no le permitieron acercarse.
Los hombres siguieron festejando y alardenado de la paliza que le iban a dar a un pobre Tuan que no se levantaba del suelo.
A Mellea se le helaron las extremidades, el pobre anciano dependía de ella, de su instinto. Ella no tenía forma de defenderlo, y él mismo era aún más incapaz, así que su mente la llevó a la única persona que creía que podría ayudar. Su padre. Un hombre grande, fuerte, y con un sentido de justicia que no dejaría que Tuan saliese herido.

Empezó a correr todo lo que le permitieron sus piernas sin importarle su llegaba a empujar a alguien o derramar alguna bebida. La noche se antojaba fría, y eso junto al propio frío que el miedo le había dado la muchacha sentía como si su cuerpo dejase de existir. Gracias a eso no llegaba a sentir dolor alguno en sus piernas pese al gran esfuerzo, y cuando llegó a vislumbrar el Barco errumbroso aún sentia que podía correr mil kilómetros más si así salvaba a su compañero.

El Consejo de marfilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora