Capítulo 13 | Ammges.

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Las alas que recientemente había descubierto implicaban cambiar mi forma de pensar. Embarcarme a lo desconocido era alucinante. ¿De verdad estaba pasando? Abandonar Ammges, su palacio, su gente, mamá, Hanna y el reciente pasado con Agus... Lógicamente había cosas que no extrañaría. Era mi tierra y, sin embargo, no sentía pesar por dejarla; no era mi hogar. Sentirse ajeno no era solo no sentirme cálido en un lugar, sino también no tener arraigo hacia este. Buscaba mi origen y eso era mil veces más aterrador; conocerme a mí mismo en profundidad me asustaba. Ya había mostrado ira con Balderik y angustia con mamá. ¿Cuánto más había dentro de mí? Cuánto más descubriría de mi persona, de mi corazón y de mis sentimientos era un camino que me correspondía andar solo.

Las tierras aquí hasta donde me había permitido salir eran cálidas; el mapa de Hanna indicaba que, cuanto más lejos estuviera, más bajas serían las temperaturas. Llegar a las costas no sería fácil. El terreno no era el problema, sino la distancia; me preocupaba exigirle demasiado a Kala, pero no podía dejarla a su suerte tanto tiempo.

Durante tres días y tres noches me mantuve a base de frutas y conservas que mamá me había preparado; no era demasiado, pero sí lo suficiente para darme energías y cazar para Kala algunos ciervos. No lo había notado, pero Kala había crecido al menos treinta centímetros desde que la había visto por última vez y sus técnicas de caza se habían pulido un poco; seguía siendo algo torpe para ocultarse, pero al menos había dejado de abalanzarse a lo bruto sobre su presa. Pasamos la última noche a la intemperie; Kala me abrigó con sus alas para que la temperatura no me matara. Estaba creciendo y yo era inmensamente feliz de verla mientras lo hacía.

La mañana se asomó con un sol tímido, que apenas derretía la escarcha sobre el pasto. Según el mapa, este bosque y un lago eran lo único que me separaba de la zona gélida y la costa.

Kala hacía su propio camino desde el cielo; yo caminaba por un sendero angosto y húmedo, que ascendía por una montaña. Y, mientras lo hacía, me daba la sensación de que llovía continuamente, pero era el hielo que se derretía durante el día y caía de los árboles, que eran altos, delgados y tenían una copa paupérrima. Eran todos los mismos; después de un rato, empecé a hallar la belleza en ellos. Ese bosque era diferente al que conocía. Nadie había estado por allí en mucho tiempo; los árboles que se habían caído seguían allí y el musgo verde ya los había tomado por completo; los hongos de repisa ya habían hecho lo suyo también. Los insectos no se escondían; el intruso era yo.

«¡Por fin llegué a la cima! El descenso debería de ser más fácil», pensé. La imagen del bosque no cambiaba, solo los ruidos; se escuchaba el aleteo de alguna ave y los búhos estaban presentes también. Había estado caminando unas ocho horas. desde que despertamos; Kala también había estado volando durante ese intervalo, y eso me preocupaba. El bosque no me permitía llamarla; no había un espacio por donde ella pudiera entrar. Para nuestra suerte, salí del bosque en poco tiempo, el último tramo del camino era rocoso y en las afueras, antes de llegar al lago, había unas rocas enormes cubiertas de musgo verde también.

Serendipia | Me encontróDonde viven las historias. Descúbrelo ahora