Marina estaba sentada en un banquillo, delante del espejo, en una gran habitación del último piso del palacio. A su alrededor había colores intensos en abundancia: satén purpúreo o verde, tafetanes escarlatas, brocados naranjas. Cada tela, cada prenda, habían sido elegidas como instrumento para llamar la atención sobre su persona.
En la boda de Carla había visto los vestidos de la novia; sabía que el gusto de la heredera se inclinaba hacia los colores sencillos y a las telas de buena calidad, la pelirroja, por el contrario, planeaba distraer la atención de Samuelcon ropas llamativas.
Vestía unas enaguas de color rosado claro, con las mangas bardadas con trenzas negras que describían remolinos. Su vestido de terciopelo carmesí tenía profundas aberturas en el borde; en la falda habían sido aplicadas enormes flores silvestres de todos los colores conocidos. Su orgullo era la pequeña capa que le cubría los hombros, de brocado italiano con llamativos animales entretejidos en la trama; cada uno tenía el tamaño de una mano masculina; los había purpúreos, anaranjados y negros. Estaba segura de que nadie podría hacerle sombra durante ese día.
Y era muy importante llamar la atención porque iba a ver otra vez a Samuel. Sonrió a su imagen del espejo. Sin duda necesitaba del amor de Samuel tras el horrible período que había pasado con Edmund. Ahora que era viuda podía recordar a Edmund casi con cariño. Claro, que el pobre hombre había actuado así sólo por celos.
-¡Mira esa corona! –Ordenó súbitamente Marina a Ela, su doncella– ¿te parece que esta piedra hace juego con mis ojos? ¿No es demasiado clara? –Se quitó el aro dorado de la cabeza con un ademán furioso– ¡maldito sea ese joyero! Por lo torpe de su obra, se diría que trabaja con los pies.
Ela tomó el tocado de sus manos coléricas.
-El joyero es el mismo que trabaja para el rey, el mejor de toda Inglaterra. Y la corona es la más bella que ese hombre haya creado nunca –la tranquilizó– te quedará hermosa como todo.
Marina se estudió en el espejo y comenzó a tranquilizarse.
-¿De veras piensas eso?
-De veras –respondió Ela con sinceridad– no hay mujer que pueda igualar tu belleza.
-¿Ni siquiera esa zorra de la Rosón? –Acusó Marina, negándose a nombrar a Carla por su apellido de casada.
-Con toda seguridad. Señora... ¿no estas planeando algo... que se oponga a las enseñanzas de la Iglesia?
-Lo que yo haga con ella no puede estar contra las enseñanzas de la Iglesia. Samuel era mío antes de que ella lo tomara. ¡Y volverá a ser mío!
Ela sabía por experiencia que era imposible razonar con Marina una vez que se le metía una idea en la cabeza.
-¿Recuerdas que estás de duelo por tu esposo, así como ella lo está por su padre?
Marina se echó a reír.
-Supongo que las dos sentimos lo mismo por nuestros muertos. Me han dicho que su padre era aún más despreciable que mi difunto y bien amado esposo.
-No hables así de los muertos, señora.
-Y tú no me regañes si no quieres servir a otra.
Era una amenaza familiar, a la que Ela ya no prestaba atención. El peor castigo que Marina podía imaginar era el de privar a una persona de su compañía. La joven se levantó para alisarse la falda. Los colores y las texturas centelleaban y competían entre sí,
-¿Crees que él reparará en mí? –Preguntó sofocada.
-¿Quién no?
-Si –reconoció Marina– ¿quién no?
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La Fuerza del Amor (Adaptada)
Historical FictionToda Inglaterra se regocijó con la boda de ambos, pero Carla Rosón juró que su esposo sólo la tendría por la fuerza. Ante el florido altar, el primer contacto entre ambos encendió en ellos una pasión ardiente. Samuel García miró al fondo de aquellos...