Capítulo 11

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El gran salón de la casa solariega danzaba con la luz de las chimeneas. Los favoritos entre los siervos estaban allí, jugando a los naipes, a los dados o al ajedrez, limpiando sus armas o descansando, simplemente. Carla y Guzmán se habían sentado a solas en el extremo opuesto.

-Toca esa canción, Guzmán, por favor –rogó ella– sabes que no sirvo para la música. Te lo dije esta mañana y prometí jugar al ajedrez contigo.

-¿Quieres que toque una canción tan larga como tus ausencias? –Él pulsó dos acordes en el laúd panzón –ya está –bromeó.

-No es culpa mía que te dejes derrotar tan pronto. Usas los peones sólo para atacar y no te proteges del ataque ajeno –Guzmán la miró fijamente, boquiabierto. Después se echó a reír.

-¿Eso es una muestra de sabiduría o un insulto desembozado?

-Guzmán –comenzó Carla– sabes exactamente lo que quiero decir. Me gustaría que tocaras para mí –su cuñado le sonrió. La luz del fuego arrancaba destellos a su pelo rubio dorado; el vestido de lana destacaba su cuerpo tentador. Pero no era su belleza lo que amenazaba enloquecerlo.

La belleza existía hasta entre los siervos. No; era la misma Carla. Guzmán nunca había conocido a una mujer que tuviera tanta honestidad, tanta lógica, tanta inteligencia... Si hubiera nacido hombre.

Él sonrió; si Carla hubiera nacido hombre, él no habría corrido tanto peligro de enamorarse desesperadamente. Era preciso alejarse de aquella muchacha cuanto antes, aunque su pierna estuviera curada sólo a medias. Guzmán echó un vistazo sobre la cabeza de Carla y vio que Samuel se apoyaba contra el marco de la puerta para observar el perfil de su esposa.

-Ven, Samuel –llamó– ven a tocar para tu esposa, la pierna me duele demasiado y no disfruto de estas cosas. He tratado de dar algunas lecciones a Carla, pero no le aprovechan.

Le chisporrotearon los ojos al mirar a su cuñada, pero ella permanecía quieta, con la vista fija en las manos cruzadas en su regazo. Samuel se adelantó.

-Me alegra saber de algo que mi esposa no haga a la perfección –rió– ¿sabes que hoy ha hecho limpiar el estanque de los peces? Dicen que en el fondo apareció un castillo normando –pero se interrumpió, porque Carla se había puesto de pie, diciendo con voz serena:

-Disculpénme, pero estoy más cansada de lo que pensaba y deseo retirarme –sin una palabra más, salió del salón. Samuel, perdió la sonrisa, cayó en una silla acolchada, mientras que su hermano lo miraba con simpatía.

-Mañana tengo que regresar a mi propia finca –Samuel no dio señales de haber oído. Guzmán hizo una señal a uno de los sirvientes para que lo ayudara a llegar hasta su alcoba.

Carla contempló la alcoba con ojos nuevos. Ya no era sólo de ella. Ahora que su esposo había vuelto a casa, tenía el derecho de compartirla. Compartir la habitación, compartir la cama, compartir el cuerpo.

Se desvistió deprisa para meterse entre las sábanas. Algo antes, había despedido a sus doncellas, pues quería estar a solas. Si bien las actividades del día la habían cansado, clavó en el dosel los ojos muy abiertos.

Al cabo de un rato oyó pasos ante la puerta. Contuvo el aliento durante unos instantes, pero los pasos se retiraron, titubeantes. Era un alivio, por supuesto, pero ese alivio no calentaba la cama fría. Samuel no tenía por qué desearla, se dijo, con los ojos llenos de lágrimas. Sin duda, había pasado la última semana con su amada Marina. Su pasión estaría completamente agotada. No necesitaba a su esposa. Pese a sus pensamientos, la fatiga de la larga jornada acabó por hacerla dormir.

Despertó muy temprano, cuando aún estaba oscuro; por las ventanas sólo entraba un leve rastro de luz. Todo el castillo dormía, y ese silencio le resultó placentero. Ya no podría volver a dormir ni tenía deseos de hacerlo. Esas oscuras horas de la mañana eran su momento favorito.

La Fuerza del Amor (Adaptada)  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora