Capítulo 23

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En la tienda hacía calor. Samuel no podía dormir. Se levantó para mirar a Carla, que descansaba apaciblemente con un hombro desnudo sobre las sábanas de hilo. Él recogió sus ropas en silencio, sonriente ante la silueta inmóvil de su mujer. Habían pasado buena parte de la noche haciendo el amor y ella estaba exhausta. Pero él no. No, lejos de eso. Amar a Carla parecía encender en él un fuego insaciable.

Sacó un manto de terciopelo del arcón; después arrancó la sábana que cubría a Carla y la envolvió en el manto. Ella se acurrucó contra su cuerpo como una criatura, sin despertar, con el sueño de los inocentes. Samuel la llevó fuera de la tienda; hizo una señal a los guardias que estaban de custodia y siguió caminando hacia el bosque. Por fin agachó la cabeza y besó aquella boca, ablandada por el sueño.

-Samuel –murmuró ella.

-Sí, soy Samuel –contestó él y ella sonrió contra su hombro, sin abrir los ojos.

-¿A dónde me llevas? –Cuestionó Carla, mientras el joven rió por lo bajo y la estrechó contra sí.

-¿Te interesa? –Carlasonrió un poco más, siempre con los ojos cerrados.

-No, en absoluto –susurró.

Él emitió una carcajada profunda. La depositó en la ribera, donde ella comenzó a despertar poco a poco. La frescura del aire, el sonido del agua y la suavidad de la hierba aumentaban la cualidad de sueño de la situación.

Samuel se sentó junto a ella, sin tocarla.

-Una vez dijiste que habías roto un juramento hecho ante Dios. ¿Qué juramento era ese? –Esperó la respuesta tenso.

No habían vuelto a hablar de la temporada vivida en el castillo de Yeray, pero Samuel aún deseaba saber qué cosas le habían pasado allí. Deseaba oírla negar lo que él sabía cierto. Si amaba a Yeray, ¿por qué lo había matado? Y si había acudido a los brazos de otro, ¿no era por culpa del mismo Samuel? Estaba convencido de que el juramento en cuestión era el que había hecho ante un sacerdote y cientos de testigos.

La oscuridad disimuló el rubor de Carla. Ella ignoraba la dirección que habían tomado los pensamientos de su esposo. Sólo recordaba que ella había ido a su cama la noche antes de que él partiera hacia la batalla.

-¿Tan ogro soy que no puedes decírmelo? –Preguntó él en voz baja– dime siquiera esto y no te preguntaré nada más.

Para ella se trataba de algo íntimo, pero en realidad era cierto: Samuelno pedía mucho. Había luna llena y la noche era luminosa. Mantuvo los ojos vueltos a otro lado.

-El día de nuestra boda te hice un juramento y... falté a él –Samuel asintió. Era lo que había temido– sé que falté a él cuando fui a tu cama aquella noche –prosiguió la muchacha– pero ese hombre no tenía derecho a decir que no dormíamos juntos. Esas eran cuestiones nuestras, que nosotros mismos debíamos solucionar.

-No te comprendo, Carla.

Ella levantó la vista, sobresaltada.

-Hablo del juramento. ¿No me has preguntado por eso? –Vio que él seguía sin comprender– en el jardín, cuando te vi con...–se interrumpió y apartó nuevamente la vista. El recuerdo de Marina en brazos de Samuel aún era demasiado vívido y más doloroso ahora que entonces.

Él la miraba con atención, tratando de recordar. Por fin se echó a reír por lo bajo. Carla giró hacia él con los ojos echando fuego.

-¿Te ríes de mí? –Preguntó con una mezcla de enfado e indignación.

-Sí, así es. ¡Qué voto de ignorancia! Cuando lo hiciste eras virgen y por lo tanto, no podías conocer los placeres que tendrías en mi cama, e ignorabas que no podrías prescindir de ellos.

La Fuerza del Amor (Adaptada)  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora