La luna arrojaba sombras largas sobre la vieja torre de piedra, de tres pisos de altura, y parecía mirar con cierto cansancio ceñudo la muralla rota y medio derrumbada que la rodeaba. Aquella torre había sido construida doscientos años antes de aquella húmeda noche primaveral de 1501, en el mes de abril.
Ahora reinaba la paz; ya no hacían falta las fortalezas de piedra. Pero ese no era el hogar de un hombre trabajador. Si su bisabuelo había habitado la torre en tiempos en que semejantes fortificaciones tenían sentido, Ventura Nunier pensaba –cuando estaba lo bastante sobrio como para pensar– que la vivienda
también era buena para él y las generaciones futuras.Una gran caseta de guardia vigilaba las murallas medio derruidas y la vieja torre. Allí dormía un custodio solitario, con el brazo alrededor de una bota de vino medio vacía. Dentro de la torre, la planta baja estaba sembrada de perros y caballeros dormidos. Las armaduras se amontonaban contra los muros, desordenadas y herrumbrosas, entremezcladas con los sucios juncos que cubrían las tablas de roble.
Tal era la finca de Nunier: un castillo pobre, anticuado y de mala fama, objeto de chistes en toda Inglaterra. Se decía que, si las murallas fueran tan fuertes como el vino, Ventura Nunier estaba en condiciones de rechazar el ataque de todo el reino. Pero nadie lo atacaba. No había motivos para hacerlo; muchos años antes, Ventura había perdido casi todas sus tierras ante caballeros jóvenes, ansiosos y pobres, que acababan de ganarse las espuelas. Sólo quedaba la torre antigua –que, según la opinión unánime, debería haberse derribado– junto con algunas alejadas tierras de cultivo que servían de sostén a la familia.
En el piso más alto había una ventana iluminada. Ese cuarto estaba frío y húmedo; la humedad nunca abandonaba los muros, ni siquiera en medio del verano más seco. Entre las piedras brotaba el musgo y por el suelo se escurrían sin cesar pequeñas sombras reptantes. Pero en ese cuarto estaba toda la riqueza del castillo, sentada ante un espejo.
Marina Nunier se inclinó hacia el cristal y aplicó un oscurecedor a sus pestañas cortas y claras. Se trataba de un cosmético importado de Francia. Se echó hacia atrás para analizarse con aire crítico. Era objetiva con respecto a su apariencia personal; conocía sus puntos fuertes y sabía usarlos para mayor ventaja. Vio en el espejo un pequeño rostro oval, de facciones delicadas, boca pequeña, como botón de rosa; nariz recta y fina. Los ojos grandes y almendrados, de color azul, eran su mejor rasgo. Enjuagaba siempre su cabellera rojiza con jugo de limón y vinagre. Ella, su doncella, hizo caer un mechón muy claro sobre la frente de su señora y le puso una capucha de grueso brocado, bordeado por una ancha franja de terciopelo anaranjado.
Marina abrió la boca para echar otra mirada a sus dientes. Eran su punto flojo: torcidos y algo salientes. Con el correr de los años había aprendido a mantenerlos ocultos, a sonreír con los labios cerrados, a hablar con suavidad y sin levantar del todo la cabeza. Ese amaneramiento era una ventaja, pues intrigaba a los hombres, haciéndoles pensar que ella no tenía noción de su propia belleza y que podrían despertar esa tímida flor a todos los deleites del mundo.
Se levantó para alisarse el vestido sobre el cuerpo esbelto. No tenía muchas curvas. Sus pequeños pechos descansaban sobre una estructura recta, sin forma en las caderas ni en la cintura. A ella le gustaba así: su cuerpo parecía pulcro y limpio comparado con el de otras mujeres. Lucía ropas lujosas, que parecían fuera de lugar en ese miserable ambiente. Sobre el cuerpo llevaba una camisa de hilo tan fino que se lo hubiera tomado por gasa. Después, un rico vestido, del mismo brocado que la capucha, con gran escote cuadrado y corpiño muy ceñido a la delgada silueta. Le rodeaba la cintura una banda de cuero azul, incrustada de grandes granates, esmeraldas y rubíes.
Marina continuó analizándose, en tanto Ella le deslizaba un manto de brocado forrado de piel de conejo sobre los hombros.
-No puede reunirse con él, mi señora. Justamente ahora que va a...
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La Fuerza del Amor (Adaptada)
Ficción históricaToda Inglaterra se regocijó con la boda de ambos, pero Carla Rosón juró que su esposo sólo la tendría por la fuerza. Ante el florido altar, el primer contacto entre ambos encendió en ellos una pasión ardiente. Samuel García miró al fondo de aquellos...