Capítulo 3

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Era ya muy tarde cuando Samuel se acercó al castillo García. Aunque todas sus propiedades les habían sido robadas por un rey codicioso, aquellas murallas seguían siendo de la familia. Desde hacía más de cuatrocientos años habitaba allí un García: desde que Guillermo había conquistado Inglaterra, trayendo consigo a la familia normanda, ya rica y poderosa.

Con el paso de los siglos el castillo había sufrido ampliaciones, refuerzos y remodelaciones, hasta que sus murallas, de cuatro metros de anchura, llegaron a encerrar más de una hectárea. Dentro, la tierra se dividía en dos partes: el baluarte exterior y el interior. El baluarte exterior albergaba a los sirvientes, a los caballeros de la guarnición y a los cientos de personas y animales necesarios para mantener el castillo; además, protegía el recinto interior, donde estaban las casas de los cuatro hermanos García y sus servidores privados.

Todo el conjunto ocupaba la cumbre de una colina y se recostaba contra un río. En ochocientos metros a la redonda no se permitía el crecimiento de ningún árbol; cualquier enemigo tenía que acercarse a campo abierto.

Durante cuatro siglos, los García habían defendido esa fortaleza de un rey avaricioso y de las guerras entre caballeros feudales. Samuel miró con orgullo los altos muros que constituían su hogar, y condujo a su caballo hacia el río. Luego desmontó para llevarlo de la brida por el estrecho paso del río. Aparte del enorme portón principal, esa era la única entrada. El portón principal estaba cubierto por una reja terminada en picas, que se podía levantar o bajar por medio de cuerdas.

A esas horas, siendo ya de noche, los guardias habrían tenido que despertar a cinco hombres para levantarla. Por lo tanto, Samuel se encaminó hacia la estrecha puerta excusada. Unos cuatrocientos metros de muralla de dos metros y medio de altura conducían a ella; arriba caminaban varios guardias, paseándose durante toda la noche. Ningún hombre que apreciara su vida se quedaba dormido estando de guardia.

Durante los dieciséis años del reinado actual, la mayoría de los castillos habían entrado en decadencia. En 1485, al ascender al trono, Enrique VII había decidido quebrar el poder de los grandes señores feudales. Prohibió entonces los ejércitos privados y puso la pólvora bajo el control del Gobierno. Puesto que los señores feudales ya no podían librar guerras particulares para obtener ganancias, vieron mermadas sus fortunas. Los castillos resultaban caros de mantener, por lo cual se los abandonó uno tras otro por la comodidad de las casas solariegas.

Pero algunos, gracias a una buena administración y mucho trabajo, aún mantenían en uso aquellas poderosas estructuras antiguas. Entre ellos se contaban los García, respetados en toda Inglaterra. El padre de Samuel había construido una fuerte y cómoda casa solariega para sus cinco hijos, pero siempre dentro de las murallas del castillo.

Una vez dentro de la fortificación, Samuel cayó en la cuenta de que reinaba allí una gran actividad.

-¿Qué ha pasado? –Preguntó al palafrenero que se hizo cargo de su caballo.

-Los amos acaban de regresar de un incendio en la aldea.

-¿Grave?

-No, señor. Sólo algunas casas de comerciantes. No hacía falta que los amos se molestaran –el muchacho se encogió de hombros, como para expresar que no había modo de comprender a los nobles.

Samuel lo dejó para entrar en la casa solariega, construida contra la antigua torre de piedra que ahora sólo se usaba como depósito. Los cuatro hermanos varones preferían la comodidad de la gran casa. Varios de los caballeros se estaban arrellanando para dormir. Samuel saludó a algunos mientras subía apresuradamente la ancha escalera de roble, rumbo a sus propias habitaciones del segundo piso.

-He aquí a nuestro caprichoso hermano –le saludó Guzmán, alegremente–. ¿Puedes creer, Leo, que pasa las noches cabalgando por la campiña, sin atender a sus responsabilidades? Si nosotros actuáramos a su manera, media aldea se habría quemado hasta los cimientos –Guzmán era el tercero de los varones: el más bajo y fornido de los cuatro, un hombre poderoso. Su aspecto habría sido formidable y en el campo de batalla lo era, por cierto, pero sus ojos estaban siempre danzando y las mejillas se le llenaban de profundos hoyuelos.

La Fuerza del Amor (Adaptada)  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora