Marina miró por encima de las cabezas de los muchos hombres que la rodeaban, buscando al joven rubio, esbelto y hermoso que se recostaba contra la pared; tenía una expresión pensativa que ella reconoció como la de un enamorado. Aunque Marina sonreía con dulzura a uno de sus compañeros, ni siquiera le estaba escuchando. Su mente estaba absorta en aquella tarde en que Samuel le había confesado amar a su esposa. Lo siguió con la vista: tenía a Carla de la mano y la guiaba por los intrincados pasos de una danza.
A Marina no le importaba tener a varios jóvenes a sus pies. El hecho de que Samuel la rechazara sólo hacía que lo deseara más aún. Si él hubiera jurado que aún la amaba, tal vez ella habría estudiado alguna de las múltiples propuestas matrimoniales que se le hacían. Pero el castaño la había rechazado y, por lo tanto, ella tenía que conseguirlo. Sólo una cosa estorbaba sus planes, y la desquiciada mujer ya proyectaba quitarla de en medio.
El joven rubio miraba a Carla como fascinado, sin quitar los ojos de ella. Marina ya lo había notado durante la cena, pero aquella rubia era tan estúpida que ni siquiera detectaba la presencia del admirador; no apartaba los ojos de su marido.
-¿Me disculpan? –Murmuró pudorosa y despidió a los hombres que la rodeaban para caminar hacia el joven apoyado contra la pared.
-Es encantadora, ¿verdad? –Comentó, aunque esas palabras le hacían rechinar los dientes.
-Sí –susurró él. La palabra surgía de su alma misma.
-Es triste ver que una mujer como ella sea tan infeliz. El hombre se volvió a mirarla.
-Pues no parece infeliz.
-No, porque lo disimula muy bien. Pero su infelicidad existe.
-¿Eres tú, Lady Marina Chartworth?
-Sí, ¿y tu?
-Alan Fairfax, mi bella condesa –respondió el joven, inclinándose en un besamanos– a tu servicio.
Marina rió alegremente.
-No soy yo quien necesita de tus servicios, sino Lady Carla.
Alan observó nuevamente a los bailarines.
-Es la mujer más bella que jamás haya visto –susurró y los ojos de Marina chispearon con furia.
-¿Le has confesado tu amor?
-¡No! –Respondió él con el ceño fruncido– soy caballero y he hecho juramento de honor. Ella está casada.
-Sí, lo está, aunque su matrimonio es muy desdichado.
-Pero no parece desdichada –repitió el joven, observando al objeto de sus amores, que miraba a su esposo con mucha calidez.
-La conozco desde hace mucho tiempo. En verdad está angustiada. Apenas ayer lloraba, diciéndome que necesita desesperadamente a alguien a quien amar, a alguien que sea dulce y gentil con ella.
-¿Su esposo no lo es? –Alan estaba preocupado.
-Pocos lo saben –Marina bajó la voz– pero él le pega con frecuencia.
Alan volvió a observar a Carla.
-No puedo creerlo.
La joven se encogió de hombros.
-No es mi intención echar el chisme a rodar. Ella es amiga mía y me gustaría ayudarla. No pasarán mucho tiempo en la corte. Tenía la esperanza de que mi querida Carla pudiera disfrutar de algún placer antes de marcharse.
Ciertamente Lady Carla era encantadora, gracias a su radiante colorido. Su cabellera rubia-dorada asomaba bajo un velo de gasa transparente. El tejido plateado de su vestido encerraba curvas abundantes. Pero lo que más llamaba la atención de Alan era la vitalidad que de ella parecía emanar.
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La Fuerza del Amor (Adaptada)
Historical FictionToda Inglaterra se regocijó con la boda de ambos, pero Carla Rosón juró que su esposo sólo la tendría por la fuerza. Ante el florido altar, el primer contacto entre ambos encendió en ellos una pasión ardiente. Samuel García miró al fondo de aquellos...