La luz del sol entraba a torrentes por las ventanas abiertas y caía oblicuamente sobre el suelo cubierto de juncos. Era un perfecto día de primavera; el primero de mayo. Brillaba el sol y en el aire flotaba esa dulzura que solo la primavera puede aportar. La habitación, grande y abierta, ocupaba la mitad del cuarto piso. Sus ventanas daban al sur y dejaban entrar luz suficiente para calentar la estancia. El ambiente era sencillo, pues Teodoro Rosón no gustaba de malgastar el dinero en cosas que le parecían frívolas, como alfombras y tapices.
Sin embargo, esa mañana el cuarto no parecía tan austero. Todas las sillas estaban cubiertas de color, pues había vestiduras por todas partes: bellas, lujosas prendas, todas habrían pasado inadvertidas, de no ser porque su figura opacaba el brillo de las telas y las joyas. Sus pequeños pies estaban enfundados en suave cuero verde, forrado y ribeteado de armiño blanco con manchas negras. Por encima de la cintura, el traje se ajustaba bien a su cuerpo. Las largas mangas se estiraban desde las muñecas hasta por debajo del cinturón. Su talle era muy esbelto. El escote cuadrado exhibía ventajosamente los pechos de Carla. La falda era una blanda campana que se mecía con suavidad al caminar.
Su tela era un tejido de oro, frágil y pesado, iridiscente al sol. Le rodeaba la cintura una estrecha banda de cuero dorado con incrustaciones de esmeraldas. En su frente, un fino cordón de oro sostenía una esmeralda grande. Le ceñía los hombros un manto de tafetán verde, completamente forrado de armiño. En cualquier otra mujer, el mero brillo de ese atuendo verde y dorado habría sido excesivo, pero Carla era más bella que prenda alguna. Aunque pequeña, sus curvas quitaban el aliento a los hombres. La cabellera rubia le pendía hasta la cintura y terminaba en abundantes rizos.
Mantenía alto el mentón y apretadas las fuertes mandíbulas. Aunque pensaba en los horribles sucesos que sobrevendrían, sus labios se mantenían suaves y llenos. Giró apenas la cabeza para contemplar el bello día. En cualquier otro momento habría sentido deseos de montar a caballo para cruzar praderas floridas, pero ese día permanecía muy quieta, cuidando de no moverse para no arrugar el vestido.
Sin embargo, no era su atuendo lo que la mantenía tan quieta, sino lo triste de sus pensamientos. Pues aquel era el día de su boda, día largamente temido, que acabaría con su libertad y con la felicidad conocida. De pronto, se abrió la puerta y sus dos doncellas entraron en la gran habitación. Estaban ruborizadas, pues habían venido corriendo desde la iglesia, adonde habían ido para echar un primer vistazo al novio.
-Oh, señora mía –dijo Maud– ¡es tan apuesto! Alto, de pelo castaño, ojos café y hombros de este tamaño –estiró los brazos en toda su longitud, con un suspiro dramático– no me explico cómo cruza las puertas. Ha de hacerlo de costado –sus ojos danzaban al observar a su ama. No le gustaba verla tan desdichada.
-Y camina así –agregó Joan –echó los hombros hacia atrás, hasta que los omóplatos llegaron casi a juntarse, y dio varios pasos largos y firmes por el cuarto.
-Sí –aseveró Maud– es orgulloso. Tan orgulloso como todos los García. Actúan como si fueran los dueños del mundo.
-Ojalá fuera así –rió Joan –y miró de soslayo a Maud, que hacía lo posible por no reír con ella. Pero Maud estaba más atenta a su señora. Pese a todas las bromas, Carla no había esbozado siquiera una sonrisa. La muchacha alargó una mano, indicando a su compañera que guardara silencio.
-Señora –dijo en voz baja–¿hay algo que desee? Tenemos tiempo, antes de partir hacia la iglesia. Tal vez... –Carla meneó la cabeza– ya no hay ayuda posible para mí, ¿mi madre está bien?
-Sí. Descansa antes de montar para ir a la iglesia. La distancia es larga y su brazo... –Maud se interrumpió, captando la expresión dolorida de su ama.
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La Fuerza del Amor (Adaptada)
Historical FictionToda Inglaterra se regocijó con la boda de ambos, pero Carla Rosón juró que su esposo sólo la tendría por la fuerza. Ante el florido altar, el primer contacto entre ambos encendió en ellos una pasión ardiente. Samuel García miró al fondo de aquellos...