Capítulo 28

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Carla soñaba. Sentía el cuerpo acalorado y dolorido; le costaba concentrarse en lo que estaba ocurriendo. Allí estaba Samuel, sonriéndole, pero su sonrisa era falsa. Detrás de él, los ojos de Marina Chartworth relumbraban triunfalmente.

-He ganado –susurró la mujer– ¡he ganado!

Carla despertó poco a poco. Surgió del sueño con nerviosismo, pues le parecía tan real como el dolor del cuerpo. Se sentía como si hubiera dormido durante varios días en una tabla. Movió la cabeza a un lado.

Samuel dormía en una silla, junto a la cama. Aún dormido se lo veía tenso, como dispuesto a levantarse de un salto. Estaba ojeroso y los pómulos le sobresalían bajo la piel. Su barba mostraba un crecimiento de varios días.

Carla lo miró por varios segundos, intrigada, preguntándose por qué su marido estaba tan demacrado y por qué le dolía tanto el cuerpo. Movió la mano bajo las mantas para tocarse el vientre. Ya no estaba duro ni levemente redondeado, sino hundido y blando. ¡Y qué horriblemente vacío! Entonces lo recordó todo. Recordó a Samuel acostado con Marina, aunque había dicho que ya no la quería. La rubia había empezado a creerle, a soñar un buen futuro para ambos, en la felicidad que tendrían cuando naciera el niño.

¡Qué necia había sido!

-Carla –murmuró Samuel con voz extrañamente ronca. Se sentó en el borde de la cama y le tocó la frente– la fiebre ha pasado –dijo con alivio– ¿cómo te sientes?

-No me toques –susurró ella– aléjate de mí.

Samuel asintió, con los labios reducidos a una línea dura. Antes de que ninguno de ellos pudiera hablar, se abrió la puerta, dando paso a Nano. La expresión preocupada de su cara dejó sitio a una amplia sonrisa al encontrarla despierta. Se acercó a paso rápido por el lado opuesto de la cama.

-Mi dulce hermanita –murmuró– teníamos miedo de perderte –y le tocó el cuello con suavidad.

Ante la aparición de un rostro familiar y amado, Carla sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Nano frunció el entrecejo y miró a su hermano, pero este sacudió la cabeza.

-Vamos, tesoro –dijo él, abrazando a la muchacha– no llores.

-¿Era varón? –Susurró ella.

Nano se limitó a asentir con la cabeza.

-¡Lo he perdido! –Gritó ella, desesperada– ni siquiera ha tenido la oportunidad de vivir y lo he perdido. Oh, Nano, tanto como deseaba yo a ese niño. Habría sido bueno, amable y bellísimo.

-Sí –concordó Nano– alto y moreno como el padre.

Los sollozos eran desgarradores.

-¡Sí! Cuando menos mi padre tenía razón con respecto a los varones. ¡Pero ha muerto!

Nano miró a su hermano. Era difícil determinar quién era el más desesperado, si Carla o él. Samuel nunca había visto llorar a su esposa. Ella le había demostrado hostilidad, pasión, humor... pero nunca aquel horrible dolor. El hecho de que no lo compartiera con él le inspiró una profunda tristeza.

-Carla –dijo su hermano– tienes que descansar. Has estado muy grave.

-¿Cuánto hace que estoy enferma?

-Tres días. La fiebre ha estado a punto de llevarte.

Ella sollozó. De pronto se apartó de él.

-¡Nano, tú debías ponerte en viaje! Llegarás tarde a tu propia boda.

Él asintió con aire sombrío.

-Tenía que casarme esta mañana.

-Y la has abandonado ante el altar.

La Fuerza del Amor (Adaptada)  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora