Capítulo 6

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Al terminar la larga misa de esponsales, Samuel tomó a Carla de la mano y la condujo hasta el altar, donde se arrodillaron ante el sacerdote para que los bendijera. El santo hombre dio a Samuel el beso de la paz, que él transmitió a su esposa. Debería haber sido un beso simbólico; en verdad fue leve, pero los labios de Samuel se demoraron en ella. Carla le echó una mirada, sus ojos reflejaban placer al tiempo que sorpresa.

Samuel sonreía ampliamente, lleno de puro gozo. La tomó nuevamente de la mano y la llevó afuera casi corriendo. Una vez en el exterior, la muchedumbre les arrojó una lluvia de arroz que, por su volumen, resultó casi mortífera. Él levantó a Carla para sentarla en su montura; aquel talle era muy estrecho, aún envuelto en tantas capas de tela. El joven habría querido subirla a su grupa, pero ya había faltado sobradamente a las costumbres al verla por primera vez. Iba a tomar las riendas del animal, pero Carla se hizo cargo de ellas. Samuel quedó complacido: su esposa debía ser, necesariamente, buena amazona.

Los novios encabezaron el cortejo hasta la casa solariega de Rosón; cuando entraron en el gran salón, Samuel la llevaba con firmeza de la mano. Carla contempló los lirios y los pétalos de rosa esparcidos por el suelo. Pocas horas antes, esas flores le habían parecido el presagio de algo horrible que estaba a punto de ocurrirle. Ahora, al mirar aquellos ojos café que le sonreían, la idea de ser su esposa no le parecía horrible en absoluto.

-Daría cualquier cosa por conocer tus pensamientos –dijo Samuel, acercándole los labios al oído.

-Pensaba que el matrimonio no parece tan mala cosa como yo creía –Samuel quedó aturdido por un momento; luego echó la cabeza atrás, en un bramido de risa. Carla no tenía idea de que acababa de insultarlo y elogiarlo en una misma frase. Una joven bien educada jamás habría admitido que le disgustaba la idea de casarse con el hombre elegido para ella.

-Bueno, esposa mía –dijo con ojos chispeantes– eso me complace sobremanera.

Eran las primeras palabras que intercambiaban... y no tuvieron tiempo para más. Los novios tenían que ponerse al frente de la fila para saludar a los cientos de invitados que iban a felicitarlos. Carla permaneció serena junto a su esposo, sonriendo a cada uno de los invitados. Conocía a muy pocos de ellos, puesto que su vida había transcurrido en reclusión. Teo Rosón, a un lado, la observaba para asegurarse de que no cometiera errores. No estaría seguro de haberse liberado de ella mientras el matrimonio no se consumara.

La joven había temido, en un principio, que sus ropas fueran excesivamente ostentosas, pero al observar a sus huéspedes, murmurando palabras de agradecimiento, comprendió que su atuendo era conservador. Los asistentes vestían colores de pavo real... varios de ellos al mismo tiempo. En las mujeres se veían rojos, purpúreos y verdes. Había cuadros, listas, brocados, aplicaciones y lujosos bordados. El vestido verde y oro de Carla se destacaba por su discreción. De pronto, Guzmán la tomó por la cintura y la levantó en vilo para plantarle un sonoro beso en cada mejilla.

-Bienvenida al clan de los García, hermanita–le dijo con dulzura, con las mejillas surcadas por profundos hoyuelos. A Carla le gustó esa franqueza. El siguiente fue Leo, a quien ella conocía por haber oficiado él de representante durante el compromiso. Aquella vez la había mirado como con ojos de halcón. Leo seguía observándola de ese modo extraño y penetrante. Ella desvió los ojos hacia su marido, que parecía estar regañando a Guzmán por alguna broma sobre una mujer fea.

Guzmán, más bajo que Samuel, vestía de terciopelo negro con ribetes plateados; sus profundos hoyuelos y los risueños ojos hacían de él un hombre apuesto. Leo era tan alto como el mayor, pero de constitución más ligera. De los tres, era quien vestía con más lujo: chaleco de lana verde oscuro y chaqueta verde brillante, forrada de martas oscuras. Le ceñía las esbeltas caderas un ancho cinto de cuero con esmeraldas incrustadas. Los tres eran fuertes y apuestos, pero al verlos juntos Samuel eclipsaba a los otros. Al menos, así era a los ojos de Carla. Él sintió aquella mirada fija en su persona y giró hacia ella. Le tomó la mano y le aplicó un beso en los dedos. Carla sintió que su corazón se aceleraba: Samuel acababa de tocarle con la lengua la punta de un dedo.

La Fuerza del Amor (Adaptada)  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora