Capítulo 8

427 37 6
                                    

Ante la casa solariega de Rosón imperaba el bullicio; el aire estaba cargado de entusiasmo. Por todas partes flameaban coloridos estandartes, ya en lo alto de los palcos, ya en las tiendas que cubrían los terrenos. Los atavíos centelleaban como piedras preciosas bajo el sol. Había niños que corrían por entre los grupos de personas y vendedores, con grandes cajas colgadas del cuello, pregonando su mercancía; vendían de todo, desde frutas y pasteles hasta reliquias sagradas.

La liza en sí era un campo cubierto de arena, de cien metros de longitud, bordeado por dos cercas de madera y con otra en el medio. La cerca interior medía apenas un metro veinte de altura, pero la exterior llegaba casi a los dos metros y medio. El espacio interior era para los escuderos y los caballos de los señores que iban a participar. Fuera de la alta cerca, los mercaderes y los vasallos se apretujaban, tratando de lograr un mejor sitio para ver la competición.

Las damas y los caballeros que no participarían ocupaban bancos escalonados, lo bastante altos como para verlo todo. Estos bancos estaban cubiertos por doseles y señalados con estandartes que exhibían los colores de las diversas familias. Varios sectores presentaban los leopardos del clan García. Antes de que se iniciara la competición, los caballeros desfilaron con sus armaduras. La calidad y el diseño de la armadura variaba notablemente, según la riqueza de cada uno.

Carla caminaba con Samuel hacia la zona donde se celebrarían los torneos, aturdida por el ruido y los olores que los rodeaban. Para ella todo era nuevo y estimulante, pero Samuel tenía pensamientos contradictorios.

La noche había sido una revelación. Nunca había disfrutado tanto con una mujer como con esa flamante esposa. Con demasiada frecuencia, sus relaciones habían sido citas apresuradas o secretas con Marina.

Samuel no amaba a la mujer que había desposado –por el contrario, hablarle lo enfurecía– pero tampoco conocía pasión tan desinhibida como la suya. Carla vio que Guzmán se acercaba a ellos, con la armadura completa. El acero tenía grabadas diminutas flores de lis de oro. Llevaba el casco bajo el brazo y caminaba como si estuviera habituado al enorme peso de la armadura.

Y así era.

Carla, sin darse cuenta, soltó el brazo de su marido al reconocer a Guzmán. Su cuñado se acercaba a paso rápido, con una sonrisa llena de hoyuelos, de las que aflojaban tantas rodillas femeninas.

-Hola, hermanita mía –le sonrió– esta mañana me he despertado pensando que tu belleza había sido un sueño, pero veo que era real y hasta más acentuada –ellaquedó encantada.

-Y tú das más brillo al día. ¿Vas a participar? –Preguntó, señalando los campos cubiertos de arena.

-Tanto Leo como yo participaremos en el torneo –ninguno de ellos pareció prestar atención a Samuel, que los miraba con el entrecejo fruncido.

-Esas cintas que usan los hombres –inquirió la muchacha– ¿qué significan?

-Una dama puede elegir a un caballero y darle una prenda.

-En ese caso, ¿me permites que te dé una cinta? –Carla sonreía.

Guzmán clavó inmediatamente una rodilla en tierra, haciendo chirriar las bisagras de la armadura.

-Será un honor –la joven se levantó el velo transparente que le cubría la cabellera y quitó una de las cintas doradas de sus trenzas. Obviamente, sus doncellas conocían bien la costumbre.

Guzmán, sonriente, se puso una mano contra la cadera, mientras ella le ataba la cinta al antebrazo. Antes de que hubiera terminado, Leo se le acercó por el lado opuesto y se arrodilló de igual modo.

-No pensarás en favorecer a un hermano sobre el otro ¿verdad– Al mirar entonces a Leo, Carla descubrió lo que otras mujeres habían visto en él desde la pubertad. El día anterior, en su virginidad, no había comprendido el significado de aquella mirada intensa.

La Fuerza del Amor (Adaptada)  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora