Capítulo 12

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Había diez caballos dentro del cercado. Cada uno de ellos era lustroso y fuerte; sus largas patas inspiraban visiones de animales al galope por campos floridos.

-¿Debo elegir uno, mi señor? –Preguntó Carla, inclinada sobre la cerca. Levantó la vista hacia Samuel, observándolo con suspicacia. Durante toda la mañana él se había mostrado excepcionalmente simpático: primero, en el jardín; ahora, ofreciéndole un regalo. Incluso la había ayudado a montar y hasta la tomó del brazo cuando ella, en un gesto muy poco señorial, trepó a la cerca. Carla podía comprender su irritación y sus expresiones ceñudas, pero esa nueva amabilidad le inspiraba desconfianza.

-El que gustes –respondió Samuel, sonriente– todos han sido domados y están listos para la brida y la silla. ¿Ves alguno que te guste? –Ella observó los animales.

-No hay uno solo que no me guste. No es fácil escoger. Creo que aquel, el negro –Samuel sonrió ante su elección: era una yegua de paso alto y elegante.

-Es tuya –dijo.

Antes de que él pudiera ayudarla, Carla echó pie a tierra y cruzó el portón. Pocos minutos después, el palafrenero de Samuel tenía a la yegua ensillada y a Carla sobre ella.

Era estupendo volver a cabalgar. A su derecha se extendía la ruta hacia el castillo; a la izquierda, el denso bosque, coto de caza de los García. Sin pensarlo, Carla tomó el camino hacia el bosque. Llevaba demasiado tiempo encerrada entre murallas y apiñada con otras personas. Los grandes robles, las hayas, le parecieron incitantes, las ramas se entrecruzaban arriba, formando un refugio individual. No se volvió a ver si la seguían; se limitó a lanzarse en línea recta hacia la libertad. Galopaba para probarse y probar a la yegua. Eran tan compatibles como esperaba. El animal disfrutaba tanto con aquella carrera como ella misma.

-Tranquila ahora, bonita mía –susurró cuando estuvieron bien dentro del bosque. La yegua obedeció, escogiendo el camino entre árboles y matas. La tierra estaba cubierta de helechos y follaje seco acumulado en cientos de años. Era una suave y silenciosa alfombra. Carla aspiró profundamente el aire limpio y fresco, dejando que su cabalgadura eligiera el rumbo.

Un ruido de agua corriente le llamó la atención, y también a la yegua. Por entre los árboles corría un arroyo profundo y fresco que hacía bailar los reflejos del sol entre las ramas colgantes. Carla desmontó y condujo a su yegua hasta el agua. Mientras el animal bebía tranquilamente, ella arrancó unos puñados de hierba para frotarle los costados. Habían galopado varios minutos antes de llegar al bosque, y la yegua estaba sudada. Mientras se dedicaba a esa agradable tarea, disfrutó del día, del agua y de su caballo. De repente, el animal irguió las orejas, alerta, y retrocedió con nerviosismo.

-Quieta, muchacha –ordenó Carla, acariciándole el suave cuello. La yegua dio otro paso atrás, esa vez con más ímpetu y relinchó. Carla giró en redondo, tratando de tomar las riendas, pero no las encontró.

Se acercaba un cerdo salvaje, olfateando el aire. Estaba herido y sus ojillos parecían vidriados por el dolor. Carla trató nuevamente de tomar las riendas de su caballo, pero el cerdo inició el ataque. La yegua, enloquecida por el miedo, partió al galope. La muchacha se recogió las faldas y echó a correr, pero el cerdo era más veloz que ella. Mientras corría saltó hacia una rama baja y trató de izarse.

Fortalecida por toda una vida de trabajo y ejercicio, balanceó las piernas hasta alcanzar otra rama, en el momento en que el cerdo salvaje llegaba hasta ella. No fue fácil mantenerse en el árbol, a causa del ataque repetido del animal, que sacudía el tronco. Por fin, Carla pudo erguirse en la rama más baja, hacia a otra que pasaba por encima de su cabeza. Al mirar hacia abajo se dio cuenta de que estaba a mucha distancia del suelo. Clavó la vista en el cerdo, con ciego terror; sus nudillos se habían puesto blancos por la fuerza con que se aferraba de la rama alta.

La Fuerza del Amor (Adaptada)  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora