Samuel esperaba en silencio. Sólo un músculo se movía en él, tensando y aflojando la mandíbula. El claro de luna plateaba sus pómulos. Su boca firme y recta formaba una línea severa por encima de la barbilla hendida. Los ojos café, oscurecidos por la ira, parecían casi tan negros como la noche. Sólo sus largos años de rígido adiestramiento en las reglas de caballería le permitían ejercer tanto dominio sobre su exterior. Por dentro, estaba hirviendo. Esa mañana se había enterado de que su amada iba a casarse con otro; se acostaría con otro hombre; de él serían sus hijos. Su primer impulso fue cabalgar directamente hasta la torre de Nunier para exigir que ella desmintiera el rumor, pero el orgullo lo contuvo.
Como había concertado aquella cita con ella semanas antes, se obligó a esperar hasta que llegara el momento de verla otra vez, de abrazarla y oírla decir, con sus dulces labios, lo que él deseaba escuchar: Que no se casaría sino con él. Y de eso estaba seguro. Clavó la vista en el vacío de la noche, alerta al ruido de los cascos. Pero el paisaje permanecía en silencio; era una masa de oscuridad, quebrada solo por las sombras más oscuras. Un perro se escurrió de un árbol a otro, desconfiando de aquel hombre quieto y silencioso. La noche traía recuerdos de la primera cita con Marina en ese claro: un rincón protegido del viento, abierto al cielo.
Samuel había conocido a Marina en la boda de una de las hermanas de ella. Si bien los García y los Nunier eran vecinos, rara vez se veían. El padre de Marina era un borracho que se ocupaba muy poco de sus propiedades. Su vida –como la de su esposa y sus cinco hijas– era tan mísera como la de algunos siervos. Si Samuel asistió a los festejos, fue sólo por cumplir con un deber y para representar a su familia, pues sus tres hermanos se habían negado a hacerlo.
En ese montón de mugre y abandono, Samuel descubrió a Marina: su bella e inocente Marina. En un principio no pudo creer que perteneciera a aquella familia de mujeres gordas y feas. Sus ropas eran de telas caras; sus modales, refinados; en cuanto a su belleza... se sentó a mirarla, tal como lo estaban haciendo tantos jóvenes.
Era perfecta: pelo rojizo, ojos azules y una boca pequeña que él habría hecho sonreír a cualquier coste. Desde ese mismo instante, sin haber siquiera hablado con ella, se enamoró. Más adelante tuvo que abrirse paso a empujones para llegar hasta la muchacha. Su violencia pareció espantar a Marina, pero sus ojos bajos y su voz suave lo hipnotizaron aún más. Era tan tímida y callada que apenas podía responder a sus preguntas. Marina era todo lo que él habría deseado y más aún: virginal, pero también muy femenina.
Esa noche le propuso casamiento. Ella le dirigió una mirada de sobresalto; por un momento sus ojos fueron como zafiros. Después agachó la cabeza y murmuró que debía consultar con su padre. Al día siguiente, Samuel se personó ante el borracho para pedir la mano de Marina, pero el hombre le dijo alguna sandez: algo así como que la madre necesitaba a la niña. Sus palabras sonaban extrañamente entrecortadas, como si repitiera un discurso aprendido de memoria.
Nada de cuanto Samuel dijo le hizo cambiar de opinión. Samuel se marchó disgustado y furioso por verse privado de la mujer que deseaba. No se había alejado mucho cuando la vio. Llevaba la cabellera descubierta bajo el sol poniente, que la hacía relumbrar. Estaba ansiosa por saber cuál era la respuesta de su padre. Samuel se la comunicó, furioso; luego le vio las lágrimas. Ella trató de disimularlas, pero el joven las sintió además de verlas. En segundos, desmontó y la arrancó de su cabalgadura.
No recordaba bien qué había pasado. Estaba consolándola y, un minuto después, se encontró en las garras de la pasión, en medio de aquel lugar oculto, desnudos ambos. Luego, no supo si disculparse o regocijarse. La dulce Marina no era una sierva que se pudiera tumbar en el pasto, sino una dama, que algún día sería su señora. Además, virgen. De eso estuvo seguro al ver las dos gotas de sangre en sus delgados muslos.
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La Fuerza del Amor (Adaptada)
Historical FictionToda Inglaterra se regocijó con la boda de ambos, pero Carla Rosón juró que su esposo sólo la tendría por la fuerza. Ante el florido altar, el primer contacto entre ambos encendió en ellos una pasión ardiente. Samuel García miró al fondo de aquellos...