Capítulo 13

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Carla miraba en silencio por entre los postigos entornados, contemplando la noche estrellada. Vestía una bata de damasco de color añil, forrada de seda celeste y bordeada de armiño blanco. La lluvia había pasado y el aire nocturno era fresco. Se apartó de la ventana, renuente, para volverse hacia la cama vacía. Sabía cuál era su problema, aunque se negara a admitirlo. ¿Qué clase de mujer era, que se moría por las caricias de un hombre al que despreciaba? Cerró los ojos; casi podía sentir las manos y los labios de ese hombre en el cuerpo.

¿Acaso no tenía orgullo? Se quitó la bata para deslizarse en la cama helada, desnuda. El corazón se le detuvo por un instante al oír pasos pesados frente a su puerta. Aguardó, sin aliento, pero los pasos retrocedieron por el pasillo. Entonces descargó el puño contra la almohada de plumas. Pasó largo rato antes de que pudiera dormir.

Samuel estuvo varios minutos junto a su puerta antes de volver al cuarto que había ocupado. Se preguntaba qué le estaba pasando, de dónde le había surgido esa nueva timidez con las mujeres. Carla estaba dispuesta a recibirlo; se le notaba en los ojos. Ese día, por primera vez en varias semanas, le había sonreído y hasta lo había llamado por su nombre de pila. ¿Podía arriesgarse a perder esas pequeñas ventajas entrando en su alcoba por la fuerza, para provocar nuevos odios? ¿Y qué importaba forzarla otra vez o no? ¿Acaso no había disfrutado de aquella primera noche?

Se desvistió deprisa para deslizarse en la cama vacía. No quería volver a forzarla. No; quería que ella le sonriera, lo llamara por su nombre y le alargara los brazos. De su mente había desaparecido toda idea de triunfo. Se durmió recordando cómo la había tenido aferrada a él en su momento de miedo.

Después de una noche de sueño intranquilo, Samuel se despertó muy temprano. En el castillo había ya algún movimiento, pero los ruidos eran aún sordos. Su primer pensamiento fue para Carla. Quería verla. ¿Sería cierto que el día anterior le había sonreído? Se vistió apresuradamente con una camisa de lino y un chaleco de lana rústica, asegurado con un ancho cinturón de cuero. Se cubrió las piernas musculosas con medias de hilo y las ató a los calzones que usaba como taparrabo. Después bajó apresuradamente al jardín para cortar una fragante rosa roja, con los pétalos besados por perladas gotas de rocío.

La puerta de Carla estaba cerrada. Samuel la abrió en silencio. Ella dormía, con una mano enredada en la cabellera, que le cubría los hombros desnudos, y la almohada a un lado. El joven dejó la rosa en la almohada y apartó suavemente un rizo de su mejilla. Carla abrió los ojos con lentitud. Le parecía parte de sus sueños ver a Samuel tan cerca. Le tocó la cara con suavidad, apoyando el pulgar en su mentón para tocar la barba crecida. Lo veía más joven que de costumbre; las arrugas de preocupación y de responsabilidad habían desaparecido de sus ojos.

-Pensé que no eras real –susurró, mirándole a los ojos, que se ablandaban. Él movió apenas la cabeza y le mordió la punta de un dedo.

-Soy muy real. Eres tú quien parece un sueño –ella le sonrió con malignidad.

-Al menos, nuestros sueños nos complacen mucho, ¿verdad? –Samuel, riendo, la abrazó con brusquedad y le frotó una mejilla contra la tierna piel del cuello, deleitándose con los chillidos de protesta de la muchacha, a quien la barba incipiente amenazaba desollar.

-Carla, dulce Carla –susurró, mordisqueándole un lóbulo– siempre eres un misterio. No sé si te gusto o no.

-¿Te importaría mucho no gustarme? –Él se apartó y le tocó la sien.

-Sí, creo que me importaría.

-¡Mi señora! –Ambos levantaron la vista. Joan había irrumpido en la habitación– Mil perdones, mi señora –suplicó la muchacha, riendo entre dientes– ignoraba que estuviera tan ocupada. Pero se hace tarde y muchos los reclaman.

La Fuerza del Amor (Adaptada)  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora