El agua templada era algo celestial contra la piel desnuda de Carla, pero mejor aún que el agua era la libertad. No había chismosos de la Corte que los observaran, haciendo comentarios sobre su conducta indecorosa. Y en verdad la conducta que ahora observaban era muy indecorosa para un conde y su condesa, propietarios de vastas propiedades.
Habían viajado durante tres días antes de ver aquel encantador lago azul, una esquina del cual estaba oculta por sauces llorones. En él estaban ambos, jugando como niños.
-Oh, Samuel –dijo Carla, con voz que era mezcla de risita y susurro.
La risa de Samuel resonó profundamente en su garganta. La levantó en vilo sobre el agua y la dejó caer otra vez. Llevaban una hora jugando de ese modo, persiguiéndose para besarse y tocarse. Las ropas yacían en la orilla, amontonadas, mientras ellos se movían sin estorbos en el agua.
-Carla –susurró Samuel, acercándose– haces que olvide mis deberes. Mis hombres no están habituados a semejante descuido.
-Tampoco yo estoy habituada a tanta atención –replicó ella, mordisqueándole el hombro.
-No vuelvas a empezar locuela mia. Debo regresar al campamento.
Ella suspiró, comprendiendo que era verdad. Caminaron hasta la costa y Samuel se vistió deprisa. Luego esperó a su mujer, impaciente. Carla sonrió.
-¿Cómo quieres que me vista si me estás mirando así? Vuelve al campamento, que yo te seguiré dentro de un ratito.
-No me gusta dejarte sola amor –protestó él con el entrecejo fruncido.
-Estamos muy cerca del campamento. No puede pasarme nada.
Él se inclinó para darle un feroz abrazo.
-Perdóname si te protejo demasiado. Es que estuve muy cerca de perderte por lo del niño.
-No fue por eso por lo que estuviste a punto de perderme.
Él, riendo, le dio una palmada en el trasero mojado.
-Vístete, pícara, y vuelve cuanto antes al campamento.
-Sí, mi señor –sonrió ella.
Al quedar a solas, Carla se vistió con lentitud, disfrutando de aquella soledad que le permitía un momento para sus cavilaciones. Los últimos días habían sido un deleite: por fin, Samuel era suyo. Ya no ocultaban su mutuo amor.
Una vez vestida, no regresó al campamento; prefirió sentarse bajo un árbol a disfrutar de aquel lugar apacible. Pero no estaba sola. A poca distancia había un hombre que apenas se había alejado de ella desde el comienzo del viaje, aunque Carla no lo hubiera visto ni supiera que estaba tan cerca. Alan Fairfax se mantenía discretamente oculto, pero la vigilaba sin molestarla.
Después de seguirla durante varios días, empezaba a tranquilizarse. Varias veces se había preguntado por qué la custodiaba así, puesto que ella contaba con su marido, que apenas se apartaba de su lado.
Distraído en maldecirse por su estupidez, no oyó los pasos que se acercaban por detrás. Una espada descendió contra su sien con fuerza brutal. El joven cayó hacia adelante, entre las hojas del suelo. Sin previo aviso, Carla sintió que le arrojaban una capucha sobre la cabeza y le sujetaban los brazos por atrás, impidiéndole todo forcejeo. La sofocante tela ahogó sus gritos. Un hombre se la cargó a la espalda, dejándola casi sin respiración. El secuestrador pasó junto al cuerpo inerte de Alan y echó una mirada interrogante a la mujer montada.
-Déjalo. Él dirá a Samuel que esta ha desaparecido. Entonces él vendrá por mí. Y ya veremos a cuál de las dos prefiere.
El hombre no reveló lo que pensaba. Se limitaba a cobrar su dinero y a ejecutar la tarea encomendada. Cargó el bulto en la montura y siguió a Marina Chartworth a través del bosque.
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La Fuerza del Amor (Adaptada)
HistoryczneToda Inglaterra se regocijó con la boda de ambos, pero Carla Rosón juró que su esposo sólo la tendría por la fuerza. Ante el florido altar, el primer contacto entre ambos encendió en ellos una pasión ardiente. Samuel García miró al fondo de aquellos...