XLIII. Para ti

272 53 10
                                    

—No sé qué pretendes diciéndome todo eso. Mataste a mi padre, aun así, eres capaz de alardear sobre tu cometido. Si creíste que podrías sembrarte de nuevo en mi cabeza y confundirme, pues te lo digo de una; eso no va a pasar. 

—Y ahí vuelve la Sarita orgullosa. Me temo que tu madre es quien te ha estado confundiendo. Contigo siempre he sido transparente. 

—No metas a mi madre en esto. 

—Pues hay que meterla, porque ella te ha estado mintiendo y usándote como si fueras una marioneta. ¿A poco confías en ella? 

—¿Ahora qué vas a inventar? 

—¿Nunca te estuvo extraño la razón por la cual me permitieron vivir bajo el mismo techo que tú? ¿Verdaderamente creíste que tu padre tenía un corazón muy noble o que se tomaría tantas molestias con una simple empleada? 

—¿Qué estás insinuando? 

—Mi madre y tu papito eran amantes desde mucho antes de que tu padre se casara con tu mami. De ese desliz nací yo. Mi madrecita santa se dejó endulzar el oído, hasta creyó en sus buenas intenciones. Ella creyó en su palabra y en la promesa de que dejaría a tu mami por ella. Tu madrecita permitió que nos quedáramos en la casa con la única condición de que no dijéramos una sola palabra sobre ello. 

—Espera un momento. Si eso fuera cierto, tú y yo vendríamos siendo medio hermanos. 

—La historia no acaba ahí. Ahora es que viene la mejor parte. Mi madre le seguía exigiendo que cumpliera su promesa, porque él seguía dándole miles de excusas. Era evidente que la estaba engañando, pero mi mamita fue igual de masoquista y terca que yo. Por cierto, eso lo heredé de ella. A todos ustedes les dijeron que ella había decidido abandonar la casa. Ya has visto el estado en el que se encuentra y todo fue producto de haberse marchado, ¿cierto? 

—¿Mi papá la mató? 

—Has dado justo en el clavo. No conforme con haber pisoteado sus sentimientos, su orgullo, también la ensució y la humilló frente a todos. Fui testigo de cómo abusaron de ella y la mutilaron, pero no pude hacer nada. Ella no podía compararse jamás y nunca a tu mami, porque era una simple sirvienta de baja clase. 

—Espero que no estés levantando calumnias y manchando la memoria de mi padre, porque eso sí no te lo perdono.

—Él depositó toda su confianza en mí, porque era el hijo varón que tanto había deseado y que tú madre no le pudo dar. Por eso quiso que entrara al negocio con él y me convirtiera en su imagen y semejanza. A él no le importabas, siempre te consideró una mujer inútil e incapaz de tomar las riendas del negocio. Como prueba, las dejó en la calle, sin nada. La Isla escondida fue un regalo que me hizo por haber realizado con éxito mi primer trabajo. Aun así, quise dártela de regalo a ti, porque siempre lo has recordado como el padre perfecto y ejemplar. Por otra parte, tu madre no es lo que crees. Tú ni siquiera tienes un vínculo sanguíneo con el hombre que tanto llamas “papá”. Debe ser duro, ¿verdad, Sarita? Defender tanto a alguien que nunca confió en ti y que te dejó desamparada. Nunca te he subestimado, porque te creo muy capaz de muchas cosas, en cambio él, nunca te tuvo en cuenta para nada importante. 

—¡Estás diciendo puras mentiras! Me quieres envenenar la mente. 

—¿Por qué crees que tú madre estaba tan nerviosa y te estaba pidiendo que me mataras? Es porque sabe que te iba a decir la verdad; la verdad que tanto ella ha estado ocultando. Antes de que llegarás, estaba discutiendo con ella, pero como se puso histérica con haberle sacado el tema, tuve que tomar medidas. 

No quería creer lo que estaba diciendo, pero a la misma vez, muchas cosas cobraban sentido. 

—Si no soy hija de él, entonces ¿de quién soy hija? 

—No lo sé, tal vez del jardinero o del vecino. Esa respuesta te la puede dar tu madre, pues ella fue quien abrió las piernas. 

—Eso no puede ser. 

—No te pongas triste, mi Sarita. A veces no saber de dónde venimos resulta siendo una carga menos. Además, no merecías aquel apellido tan horrible. Fíjate que Sara Quintana pega más contigo y tu personalidad. Te da un toque de misterio, elegancia, pero sobre todo, de cabrona. 

Mi cabeza estaba hecha un desmadre. Entre más le daba vuelta al asunto, todo caía en su lugar, haciendo que me sintiera más estúpida de lo que ya soy. 

No esperaba su abrazo por la espalda. Me había tomado con la guardia baja y traté de sacudirme. 

—Quítate, idiota. 

—No se me da la gana. Déjate querer y deja de hacerte la difícil — me apretó tan fuerte que terminé por rendirme—. Mi bizcochito, sabes que no estás sola. Aunque seas tan mala conmigo, este pechito siempre estará para ti. 

 

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Desde Las Sombras [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora