Limber

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Ella no lo superó, y tampoco creí que lo hiciera algún día.

Ahora viste de negro y carga siempre con una mirada triste y desolada, piensa en mí como desde aquí yo lo hago en ella. Pensé que después de irme todo sería diferente. Pensé que olvidaría porqué decidí marcharme y que aquellas dos mujeres a las que dejé llorando en la calle, se olvidarían de mí. Pero no, ahora estamos todos solos, tristes, con miedo a la vida y con miedo a la muerte... Hundidos en un hoyo tan profundo como el mar, aquel mar que parece nunca tener un fondo, no al menos definido.

Yo la observo, todos los días; dejé a mi hermana allí tirada, en un mundo de tarados y estúpidos donde por dinero se ama y por odio se mata. Y ahora no soy capaz de no protegerla, aunque ella no lo sepa.

Me duele verla así.

Se viste con unos jerséis de manga larga, negros, pantalones acampanados, negros y esconde sus pensamientos sobre aquel flequillo liso y suave, también negro. Hasta el ambiente de su hogar ha cambiado, recuerdo aquellas tardes que las pasábamos sentados en su sofá a ver sagas y series, recuerdo que se respiraba un aroma fresco, a petunias o frutos silvestres, pero era refrescante, no fulminante.

Ahora todo había optado por tomar un color gris, porque el silencio era demasiado ruidoso y estresante de la misma forma. Porque no se dignaba a pronunciar palabra que rompiera aquella supuesta tranquilidad; y cada vez más, las paredes se iban encogiendo sobre aquella niña en apariencia; pequeña, desolada y fría mujer.

La esperaría todos los días de mi existencia, aún sin cuerpo, aún sin saber quién soy o qué hago aquí... y el problema no era pensar que sería mucho tiempo de espera, sino que tal vez ella decidía acortarlo, ese era mi miedo tras aquel 2 de enero.

Aquella tarde la acompañé a la oficina. Había conseguido un trabajo mal pagado en el centro de Limber, pero la ubicación era demasiado perfecta para ponerse a negociar con el jefe cuánta vida iba a dejarse en aquellas maquinarias pesadas.

Era una empresa de costura, ella se encargaba también de la parte del papeleo en un angosto cuarto sin ventana detrás de las mesas de trabajo.

La acompañaba silenciosamente para no romper la ahora su normalidad, y me sentaba en una silla de madera vieja y chirriante al lado del aparador. Ella no levantaba la mirada ni para saludar a sus compañeras. Sus únicos amigos ahora eran aquellos papeles manchados de tinta de máquina de escribir que debía apilar cronológica y alfabéticamente. Era entretenido, en comparación con lo que se dedicaba a hacer sus horas sola en casa. Tenía una agilidad que siempre la había caracterizado, sus manos moviéndose de aquí para allá, de montón en montón. Pasaba las páginas casi sin verlas y las posicionaba por el cuarto: que si en el escritorio, que si en mi silla, que si en el suelo de baldosas de hexágonos blancos y negros...

En verdad no era capaz de mirarla a la cara. ¡Aquellos ojos, joder! ¿¡Qué les había pasado!?

Me preguntaba si yo hubiera sido capaz de aguantar el dolor que solo ella mostraba con su mirada ausente; y no quería pensar en lo que aguardaba en su interior y en las noches que seguramente se durmió empapada por sus lágrimas frías. Me negaba a pensar en eso, pero era tan difícil... La culpa había sido mía, y ella, aunque jamás lo admitiera, lo sabía. Yo podría haber aguantado, con ella, un poco más. Pero el sentimiento de ser un asesino me consumía a aquellas tres y cuarto de la mañana. El sabor a sangre comenzaba a ahogar mis sentidos y un fuerte dolor en las piernas estaba apoderándose de todo mi cuerpo. Decidí irme.

Fue culpa mía.

Terminó de trabajar a las dos de la tarde, desde las siete que comenzó a redistribuir el papeleo en pilas de hojas. La seguí de camino a casa, a una distancia suficiente para que no me oyera respirar. Sé que era una idea disparatada y tonta, pero a veces sentía que ella sabía que yo estaba ahí, y no quería verla llorar solo por pensar en que me dedico a cuidarla, las veinticuatro horas de los trescientos sesenta y cinco días del año.

Me alegré al ver que paró en un supermercado de la zona, llevaba meses sin verla pasar por una calle tan transitada como lo es la de Des Kindes. Entró sin hacer mucho ruido y agarró sin mover ni un poco los productos que tenía apoyados sobre estos, unos mantecados de centeno y leche. Por fin se llevaría algo a la boca que no las típicas gachas que muchas noches se preparaba sin ningún tipo de ímpetu, y se comía sin ganas.

Esquivó un par de calles más y llegó a casa. Estaba muy apartada del resto de calles vivas y conocidas, por lo tanto pocas veces pasaban muchachos vendedores por ahí y ni se oían los críos pisar en los portales. Era agradable, para ella.

Comió mirando a su jardín de flores. Desde que no voy a su casa por las tardes, bueno, al menos como ella cree; no la he visto encender la televisión ni una sola vez.

¡¿No entiende que necesita una distracción en su monótona y negra vida?!

Y me da rabia dirigirme a ella así, pero no puedo dejar que se martilice pensando siempre en aquella última exhalación o en aquel último abrazo. No puedo dejarla morir en vida y menos que sea por mí, no puedo. Me frustra fingir todos los días que estoy bien cuando en lo único que pienso es en su tristeza y desolación. Cuando veo su armario lleno de ropas de luto y cuando las bombillas ya no dan tanta luz como antes y se niega a cambiarlas... Veo como se está perdiendo en un laberinto que no tiene salida, y la que tiene tampoco es la adecuada. Hace tiempo que dejó de ser feliz y no voy a permitir que viva así todo aquel tiempo que aún debe vivir una mujer de 24 años.

Lloraré hasta quedarme seco y vacío, me tumbaré a su lado por las noches y la protegeré, sin dormir, de los monstruos de debajo de la cama que cuando era pequeña la amenazaban con raptarla a mitad de sueño... Por ella movería el mundo, por una niña tan bonita como lo es mi hermana.

HakoonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora