La pizarra del jardín

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El tiempo fue pasando y sanando, de cuánto en cuanto las heridas de Helena. No habíamos avanzado mucho desde la última vez, pero tampoco había empeorado y eso ya era de reconocer.

Esos días permanecí con ella la mayoría del tiempo. Visitaba también la biblioteca y de vez en cuando caminaba por el dúplex minimalista de la mujer sin nombre, pero muy de vez en cuando. Ahora, debo admitir, me apetecía cuidar de mi hermana cómo antes lo hacía. Me sentía capaz de cambiarle la vida y de mover el mundo. Estaba lleno de un poder que me daba la vida en aquella monótona y triste muerte.

Recorría los pasillos del edifico ágil y con alegría, dejando tras de mí una brisa invisible, veloz y fresca.

Otras veces me encargaba de amenizar el ambiente del hogar abriendo las ventanas de los pasillos comunitarios y regando las flores que decoraban los marcos de las puertas centrales.

Todo estaba bien, mientras no me vieran...

Aquel lunes cometí un error.

Helena estaba en su puesto de trabajo, volvía a tocar, como todos los lunes, día de papeleo.

Ella vestía con un largo vestido negro anudado a la cintura y unas sandalias. Estaba bonita, como siempre. La vi recolocando de nuevo las facturas en sus respectivos cajones abarrotados y calculando un par de operaciones sencillas. Estaba concentrada en su tarea, y eso era lo mejor que podía hacer, para olvidar aquello que no le hacía bien.

Sólo me di cuenta de que estaba acarreando con un montón de hojas blancas cuando empecé a no verle la cara a través de estas.

Ella no era demasiado alta, no como aquella torre de papeles.

Yo estaba sentado en la misma silla de siempre, y esperaba que Gunther no decidiera tirarla uno de estos días. En el rincón a mano derecha, una vieja y magullada silla de madera.

Cargando aquella pila me di cuenta de que quería colocarla en el rincón opuesto, sobre las baldosas.

Y justo cuando iba a dar su tercer paso, el papeleo tambaleó en sus brazos y se inclinó sobre su cabeza ligeramente...

Me incorporé corriendo y llegué a tiempo para coger los papeles que caerían en décimas de segundo sobre ella; que no eran pocos.

Solté una bocanada de aire y relajé el pecho.

Miré su rostro, que llevaba ya años sin mostrar, con total certeza, una reacción o sensación perceptible.

Pero me sorprendí al ver cómo abría los ojos y miraba, con algo de asombro, el cuarto. Comencé a oír su respiración algo más alterada ¡¡y de repente caí en la cuenta!! Yo estaba sujetando los papeles de los que le había librado, a una altura media.

Los solté y todos se desparramaron por el suelo; algunos cayeron despacio, dando giros en el aire y pequeñas volteretas; como las hojas de los árboles en pleno otoño. Y otros fueron, directamente, al suelo con sensación de densidad y causando pequeños ruidos vacíos.

Helena ya no daba crédito, se asustó al ver los papeles vencerse hasta chocar con las baldosas y por un momento, lo vi en sus ojos, dudó de todo lo que acababa de pasar.

—Sé que eres tú —dijo.

Y debo admitir que por un momento aguanté la respiración; por miedo a que la oyera, por miedo a que de verdad supiera que era yo.

—Hakoon —añadió con los ojos llorosos y con rabia en cada una de las letras de mi nombre. Se desplomó sobre la butaca del aparador y posó su mano sobre su frente. Pequeñas gotas caían sobre algunos de los folios y las lágrimas dibujaban sobre su rostro, un trayecto pálido.

HakoonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora