"Te hice mía"

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Apenas sin darme cuenta, mi monótona y triste rutina diaria se había cargado de nuevas tareas pendientes: cuidar de mi hermana, visitar la Gefallene Türme, ir con Tiaret a apreciar su tan casi sin futuro negocio, ser el mejor amigo de Mía todos y cada uno de sus días....

Ahora lo que me faltaba era tiempo, y en cierto modo me gustaba esa sensación.

De Helena seguía cuidando, y el tiempo había marcado que cada uno tuviera su espacio. Ella ya no vivía aferrada a mí, ni necesitaba mi compañía en lugares donde siempre había estado sola. Ahora sí convivíamos como dos hermanos, con nuestras risotadas alborotadas, con nuestros desacuerdos, con las preocupaciones en el otro que solíamos canalizar en pequeñas obligaciones impuestas, con más risotadas y, con muchas veces, lágrimas de tristeza...

Pero creo que nuestra relación alcanzaba un punto de gloria en aquellos momentos, y me atrevo a decir que incluso mejor que cuando yo aún vivía.

Mi pérdida nos había enseñado mucho a los dos; y no es que no supiéramos valorar lo que tenemos, sino que nunca pensamos que un día fuéramos a perderlo, no al menos un día como hoy, o un día como el que ella me perdió a mí, y yo me perdí en ella.

Con respecto a Mía... Había pasado a ser de mi familia, de mi sangre... Le tenía tanto amor como a una hermana, tanto amor como a una hija. Me sorprendió su reacción al verme, me sorprendió que lo aceptara tan fácilmente y que me acogiera en aquel mundo feliz de niña de 3 años, donde la tristeza no tiene lugar y el cielo es siempre del color del mar, del color de mis ojos.

Y los últimos días conseguí darme cuenta de yo podía tocar a la gente como si físicamente estuviera allí, con ellos, cuando fui capaz de levantar a Mía del suelo y colocarla sobre mis hombros.

No daba crédito a que pudiera elevarla como si yo también fuera un corpóreo.

Recuerdo hace un año aproximadamente que agarré el pañuelo de aquella mujer que atosigaba a Helena en la puerta de la Gefallene Türme; pero desde entonces no había repetido tal gesto o al menos no lo había conseguido.

Y es que ideé mi propia hipótesis. Todo era depende de la voluntad con que hiciera las cosas, así mejor dicho como el deseo del momento. Si era suficiente podrían sentirme y hacerme sentir, si yo apenas quería hacerlo, eso no funcionaría.

Aquel día en el que la señora Banson sujetó la muñeca de mi hermana con fuerza, me irrité tanto que tiré de su pañuelo con unas ganas con las que perfectamente podría haber desgarrado aquellas ropas elegantes o con las que podría haber sujetado su brazo hasta cansarse de resistirse a mi fuerza invisible. Estaba tan frenético que todas mis energías buscaban poner en práctica con ansias aquel mensaje de defensa. Que todos mis músculos se contrajeron para al final solo tirar de un ligero tul. Pero creo que hice lo correcto aunque no lo que me hubiera gustado.

Por eso pude levantar a la pequeña, mi Pequeña si me permito decir. Porque me moría de ganas por sujetarla en mis brazos, que aquellos rizos rozaran mi cara y su sonrisa llenara la habitación de destellos blancos y plateados. Porque la quiero demasiado para dejarla marchar de su bonita y delicada infancia, de la cual me ha dejado formar parte.

La visitaba todos los días y los que no, me permitía sentirme culpable. Ella me esperaba inmediatamente después de que Judith y el hombre de los colmillos blancos besaban su frente y le deseaban unas buenas noches. Me esperaba sentada en el suelo con el baúl de juguetes abierto.

-Hola mejor amigo, te he echado de menos -me decía siempre que iba a visitarla.

Y aquella frase se quedaba marcada en mí las noches siguientes hasta que volvía a recordármela, para volverse un círculo vicioso, del que no pretendía salir.

Evitaba mostrarme ante ella siempre que estaba acompañada de su padres, los cuales estaban realmente dispuestos a permanecer a su lado todos los minutos de todas las horas de todos sus días. Era complicado cuidarla.

Me escondía tras paredes u objetos y desde allí podía comprobar lo enamorados que estaban la mujer del accidente y él, aquel señor al que no soportaba, no desde siempre.

Comencé a odiar el amor de pareja porque sus frases de insinuaciones, sus frases de placeres nocturnos, se clavaban en mi cabeza como malditas estacas. Soñaba con decirlas yo y me dolía admitir a quién. Soñaba con aspirar a ser ellos, pero mientras, solo podía envidiarles y desear el mal que hace años jamás les hubiera deseado.

-Mi Ricitos -susurró el hombre con su voz gruesa y ronca.

-¿Sí mi Vampiro? -Giró a mirarle con una sonrisa pícara.

-Cuando la pequeña nos pregunte cómo decidimos que ese sería su nombre...¿qué?¿Que le diremos reina mía?

-La verdad.

-¿La verdad?

-Sí, no tiene nada de malo. -Rió suavemente.

-¿Le dirás que aquella noche te susurré "Tú eres mía mujer" y que por eso nunca dudamos en llamarla así? ¿O tal vez que esa noche mientras temblabas empapando de sudor las sábanas del cuarto te hice mía?

Ella le observó fijamente y acabó por pasar su lengua por los labios, lamerlos y sonreírle mostrando sus hoyuelos.

-El nombre lo eligió su abuela entonces...

-¿Ya no quieres contarle la verdad Ricitos? -Sonrió lentamente mostrando aquellos colmillos y erizando, a la misma vez, la piel de Judith.

-Será nuestro secreto Vampiro.

-Muchos secretos tenemos ya mujer... -Se miraron y ese silencio fueron miles de besos tímidos que no atrevieron a darse-. Tengamos más...

No entendía aquel humor, si era humor... No comprendía la necesidad de hablar todo tan camuflado en bellas expresiones, o aquellos secretos de los que hablaban. No buscaban más que perderse en la cama las noches más frías juntando sus cuerpos hasta fundirse en un solo. No buscaban más que disfrutar de una noche de invierno y sudar como si fuera pleno verano. Y eso lo sabíamos todos aunque no quisiéramos verlo.

Los días que iba a la Gefallene Türme para distraerme no encontraba más que libros sin sentido y pensamientos volátiles de lo felices que eran los Schwarz. Da igual donde estuviera que los veía, aunque fuera tan solo que mi mente los imaginaba plantados a mi lado recorriendo con la lengua lenta y suavemente sus pieles blancas. Joder, puta felicidad ajena y maldita mi suerte.

También visité el negocio de Tiaret y pasaba ratos con ella, ya que siempre cargaba con una actitud que animaba o que bien podría menospreciar a cualquiera. Era diferente, pero no por eso peor.

En resumen, viví semanas hablando con Helena a través de la pizarra del jardín, visitando GEISTER y olvidando así la razón por la que buscaba un lugar que se dedicara a los espíritus y visitando el dúplex minimalista donde residían las personas más amadas y odiadas por mí en este mundo.

Yo no buscaba que ninguna mujer me premiara en la cama con besos resbalando sobre mis piernas, no buscaba que ningún sujetador de encaje blanco se perdiera en mi colchón, no quería sentir la lengua de nadie sobre mi cuello, deslizándose ágilmente y trazando pequeños dibujos en él...

Yo deseaba, de verdad, una mujer con la que cuidar a una niña de pelo rizado, ojos verdes y piel blanca. Una niña que me estaba alegrando la vida que nunca tuve desde aquel accidente. Una niña que había provocado en mi desolado corazón, ganas de volver a vivir.

HakoonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora