Un Limber muerto

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Fingí hacerme el tonto con su última frase y los días prosiguieron.

<<Porque me gustó imbécil>>, aquella afirmación no salía de mi cabeza.

Tras dado el alta del hospital tuvimos que sentarnos en un parque a hablar de temas preocupantes; ya que ninguno de los dos terminaba por adaptarse del todo a este nuevo mundo; a un Limber antiguo, a un Limber muerto.

La señorita Schwarz no dejaba de nombrar a su esposo Jake y a su tan querida hija Mía, una y otra vez. Y aquel <<Porque me gustó imbécil>> se clavaba en mis carnes de manera arrolladora cada vez más.
Parecía que al cabo de los días iba intentando comprender a cómo manejar esta nueva vida, sin ellos. Pero de vez en cuando lloraba buscando una explicación, lloraba cuando, al pasar por aquella calle los médicos, policías y encargados recogían y limpiaban toda la sangre del asfalto y los cristales hechos polvillo blanquecino.

Todos muertos. Y su hijo también.

Su actitud seguía siendo igual de arrogante y sarcástica que en el hospital. Le daba su tiempo para tratarme con el respeto que como mínimo merecía... Y de verdad deseaba que fuera a hacerlo algún día.

Vivimos juntos en la réplica del piso de mi hermana en aquella ciudad. La casa estaba vacía cuando conseguimos cruzar las paredes; ni rastro de Helena ni de la comida que ella hoy por hoy guardaba en todos los armarios.

Todo estaba limpio y habían pasado más de cuatro años. Es como si el tiempo hubiese parado aquel día y hoy volvía él a mí, con los brazos abiertos.

Acomodé el sillón y la cama que antes era de Helena, o ahora, pero no en este mundo.

Caminábamos en silencio, reíamos en silencio y llorábamos en silencio. Nos faltaba una confianza estable a la que aferrarnos. Y sabía que ella no me dejaría solo, porque necesitaba de mí y mi experiencia como un solitario espíritu. Ella me necesitaba más de lo que yo la necesitaba a ella, y ella lo sabía.

Una tarde decidí aclarar cosas con Judith que si no ponía de su parte, no se resolverían solas:

—No podemos seguir así.. —rompí el silencio.

—¿A qué te refieres?

—¡A que no podemos seguir así!

—...

—Joder Judith, no sabemos cuánto tiempo más nos quedará aquí. Tampoco esto es fácil para mí. ¿Y si tenemos que aprender a vivir aquí, por siempre?

—No será así.

—¿Acaso tú lo sabes seguro?

Mi pregunta la ofendió.

—¿Acaso no se puede tener ni una pizca de esperanza? —me recriminó.

—No quiero vivir con rencor y silencios tristes por el resto de tiempo que permanezcamos aquí.

—¿Y qué otra solución nos queda? ¡Te conocí porque mataste a mi hijo, Hakoon! Y tras morir aún seguiste atormentándome. Me enteré de que lo hacías por mi hija de tres años, ¡por mi hija! Esto parece una maldita broma...

—¿Te crees que a mí me hace gracia? ¿Te crees que solo por ti y tu esposo perfecto de colmillos blancos estoy en el mundo de los vivos, eh?

Sólo se limitó a apartar la mirada.

—Pues no Judith no, tengo a una hermana a la que amo tanto como a tu hija. Y es lo único que me queda por lo que cada día vuelvo a tener ganas de vivir. ¿Me oyes?

—¡No me grites! —me dijo mientras fui consciente que desde hacía rato le estaba hablando con ese mismo elevado tono de voz.

—Perdón.

HakoonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora