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Kazutora era un chico introvertido de pocas, o más bien nulas aptitudes sociales.

Aquello era lo que había pensado cuando habían estado en el banco, media hora antes, donde había pedido una tarjeta de crédito para cobrar su sueldo. Aún estando a un par de metros de él, Chifuyu había podido apreciar la forma en que no dejaba sus manos quietas, el color rosa extendiéndose por sus mejillas, o cuando se había equivocado en su propio nombre, a pesar de haberlo dicho en voz alta. Pocas veces hacía contacto visual con la gente y hablaba en voz baja, muy baja.

En parte, le daba miedo que no pudiera hacer su trabajo en la tienda debido a aquello. Decidió dejar el mostrador un segundo para asomarse a la otra parte del local, donde una mujer había entrado para comprar una correa nueva para su perro. Vio a Kazutora hablando con ella, cualquier persona diría que estaba al borde del desmayo, pero sabía que se estaba esforzando.

—Las correas de metal son las mejores para los cachorros porque, eh... —Carraspeaba, echándole un vistazo a un papel que llevaba en el bolsillo de su delantal verdoso. Se había hecho una chuleta con las cosas más básicas. —Les gusta morder cosas y las normales se estropean rápido con ellos, perdón.

Alzó una ceja, fue inevitable al ver la expresión de la mujer, que tomaba de la mano a la que supuso que sería su hija. La niña no dejaba de mirar con sus grandes ojos al chico y pudo imaginarse que estaba muy nervioso. Nunca dejaba de disculparse o de bajar la cabeza frente a otros, rasgo que había apreciado en un par de ocasiones más. Los mechones sueltos del moño que llevaba en lo alto de su cabeza se balanceaban con lentitud cuando se movía, su voz era de un tono suave y cuidadoso.

Nada que ver con el Kazutora del pasado. Se preguntó por cuantas cosas debió de pasar en prisión, para acabar así. Lo cierto era que apenas sabía nada de él.

De cualquier forma, no le interesaba, así que se apartó hacia su sitio de nuevo y cobró la correa metálica a la mujer. La campanilla de la puerta sonó y ambos se quedaron solos. Hacía poco que habían abierto —dos minutos, literalmente— y todavía tenía que hacer cuentas con el dinero que tendría que pagarle y cuánto iba a destinar a arreglar la luz del baño, que se había fundido aquella mañana.

Era un comercio pequeño, no podía permitirse gastar demasiado porque no tenía los ingresos suficientes como para comprar ciertos productos o caprichos. Sí, ese era el problema, las cuentas no salían con el sueldo del chico quitado.

—¡Kazutora, en diez minutos viene un camión! —Mencionó, alzando la voz, creyendo que estaba con los animales.

—Está bien.

Chifuyu pegó un bote y casi se cae de la silla al notarlo tan cerca. Alzó la mirada, encontrándose con el tintineo de un cascabel y sus ojos de miel, frunció el ceño y se sentó bien, soltando insultos por lo bajo. Asintió, molesto por aquellas actitudes que, sinceramente, lo inquietaban.

El susodicho barría el suelo de la entrada ágilmente, necesitado de tener algo entre las manos y distraerse de lo ocurrido con anterioridad. Se estaba esforzando, pero le daba miedo que alguien lo reconociera. El mismo pensamiento había cruzado su cabeza cuando había estado en el banco.

Kazutora había sentido que se ahogaba. Que los ojos de la dependienta que le había pedido sus datos mostraban más de lo que decía saber. Se había imaginado que lo conocía, porque había oído historias de que a los ex-convictos los vigilaban con sus datos. Decían que las empresas vendían información de las prisiones a otras empresas y locales para que evitaran contratar a gente como él, que buscaba reinsertarse en la sociedad.

Aquello era una realidad en demasiados países y, al final, acababan en empleos de mierda, con sueldos precarios y una mayor probabilidad de volver a reincidir.

Treasure || KazuFuyuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora