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Primavera

Takemichi Hanagaki sostuvo la carta. Poco a poco, con cada palabra, línea y párrafo, sus dedos apretaban más y más el papel.

Las lágrimas se acumulaban en sus ojos azules, volviéndolos de un suave brillante nostálgico, que invitaba a preguntarle por todas las cosas que había pasado a lo largo de su aún corta vida. Perlas de plata bajaron por mejillas rosadas, rasgos ciertamente suaves, mechones negros de azabache, una sonrisa ribeteada de felicidad indescriptible.

No fue hasta que Hina se asomó al salón de la casa... no. De hecho, no fue hasta que Hina tocó su hombro y le habló de cerca, que el chico pudo salir de su ensimismamiento, pegando la epístola al pecho, como un tesoro preciado.

—Es una carta... —sollozó, cubriéndose la cara con el antebrazo, para que no lo viera llorar —. Una carta de Mikey...

—¿De Mikey?

Fue incapaz de dársela para que la viera. Takemichi negó para sí mismo, sonriéndole al techo, con lágrimas tintadas de momentos especiales cayendo por su mentón, y el papel abrazado contra su sudadera.

Y echó a reír ante la atónita mirada de su esposa, y un anillo dorado relucía en su anular izquierdo, y su hija estaba en la escuela, mientras que su hermana estaba con un resfriado en la habitación y... ¿Mikey? Mikey estaba allí, entre sus brazos. Se sentía como tal, casi podía notar los latidos de su taimado corazón tan cerca del suyo.

Se incorporó, en busca de más respuestas. Ignoró —no deliberadamente, estaba demasiado sobrepasado por la situación— a Hina, y subió escaleras arriba, llegando a la habitación de su hija. Dos pares de ojos se clavaron en él.

—¿"Recuerdos de Manila"? Mikey está... ¿está bien?

Kazutora tragó saliva, con el cabello lleno de trenzas y prendedores de colores. El chico miró a Ran que, a su lado, sentado sobre una alfombra con forma de nube, le devolvía la incertidumbre en sus iris de lirio.

De todas las cosas que había hecho, aquella era la más cruel. Porque Kazutora sonrió y asintió, a sabiendas de que todo era falso.

—Sí, está bien y quiere recuperar el contacto contigo —afirmó, con las palabras entrechocando contra sus dientes y saliendo a borbotones como veneno disfrazado de esperanza —. Porque eres importante para él.

Ran Haitani no volvió a alzar la mirada, sólo se dedicó a peinar el largo pelo castaño de Emma, hasta que la niña se levantó y corrió hacia su padre.

Sabía que no había esperanza alguna. Que todas estaban escritas por Sanzu, dictadas por un Manjiro que ya se negaba a comer siquiera.

Eran cartas de suicidio.

Aquella era la primera de muchas y, algún día dejarían de llegar. Algún día, Takemichi sabría toda la verdad. No podría soportarlo. Hasta entonces, Kazutora estaba obligado a entregar todas y cada una de ellas, como castigo eterno, mientras llevaba su vida normal.

—Papá, ¿por qué lloras? ¿Cortaste cebolla? —hablaba la pequeña, intentando ver con curiosidad infantil qué era lo que el mayor sostenía. Su padre no le dejó la carta.

—Gracias, chicos —Takemichi tembló, acariciando la cabeza de su hija, que tenía los mismos rasgos de Hina —. Gracias por venir.

Las cartas eran un legado más que quedaría de lo que algún día fue Bonten. La organización seguía en pie, funcionando a trompicones después de lo ocurrido, con un Mikey más destrozado que nunca.

Treasure || KazuFuyuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora