Capítulo 45

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Leo

Quisiera haber podido convencerme que de todo eso saldría algo bueno. ¿Sería yo quien los salvara a todos? Era demasiado protagonismo para alguien que no es hijo de los tres grandes. Es irónico que siempre sean ellos los de las profecías o grandes augurios. ¿Acaso los demás no somos nadie? No los odio, no es su culpa haber sido destinado a grandes cosas. Solía preguntarme  si los demás estábamos solo para hacerlos destacar. Si servíamos como sus ejércitos que derrumban legiones de enemigos mientras ellos llegaban a dar el golpe final que los hace héroes. Qué egoísta de mi parte pensar así. Ellos sufren. Jason, Percy y Nico sufren. Tal vez hasta más que yo. Tal vez hasta más que cualquiera en el campamento. No puedo evitar sentir un poco de envidia no del proceso, sino de la recompensa.

Qué curioso es que esa vez fuera yo el elegido. Era Leo Valdez, el hijo de Hefesto, yo, quien montaba el pegaso hacia una isla desconocida. Nadie sabía nada del lugar, ni la misma Alexandra. Era terreno inexplorado. Por el bien de nosotros, los hijos de los demás dioses, debía conseguir el honor de volverme un héroe. Sí. El mayor héroe jamás habido. Al fin y al cabo, si encontraba la semilla estaría enviando a la horca al mal del mundo. Ojalá me hicieran canciones y fuera recordado eternamente. Es agotador tener que ayudar a los demás a ser grandes y no terminar siendo uno.

Aún sobre el pegaso, esperaba inquieto a la llegada. Solo mi acompañante sabía cuánto tiempo me quedaba montado en su espalda. Sentí una brisa tibia rozar mis mejillas que de alguna forma relajó mis músculos. Me entró el sueño y bostecé. Había olvidado lo insoportable que era la falta de compañia. Ojalá hubiera sido Fausto el que viajara conmigo. Tendría que ser increíble poder hablar con los pegasos como lo hace Percy, así en los viajes no se siente solo. ¿Por qué este viaje no me daba buena impresión?

Finalmente divisé una mancha verde gigante, no me daba ninguna clase de alivio. Mi nerviosismo aumentaba. La mancha se hacía más grande y cobraba forma. Una pequeña isla con palmeras con cocos y todo. Ya me siento en una película de Disney, de esas que Alexandra me hablaba antes de volverse una súper diosa. Deseaba que no hubieran monstruos, ya bastante había tenido con ir.

Comienzó el descenso y sentí cosquillas en el estómago. El aire se sentía diferente, puro, liviano. La arena, por alguna razón, brillaba. Me vi obligado a retirar los ojos de ella. El centro de la isla estaba llena de verde, pero uno vívido y llamativo. Los colores eran más fuertes que de costumbre, como si la isla tuviera vida propia. Sería por eso que se iba paseando por ahí y solo aceptaba a los que se pierden. Entonces, mi compañero se detuvo y por fin aterrizamos en tierra. Me bajé y le quité al pegaso todo el peso que cargaba. Mi espada y carne. Suficiente para aguantar unos días.

- Bien, amigo -le dije mientras lo acariciaba.- espérame aquí mientras voy a buscar la semilla, volveré cuando anochezca.

Me adentré a la isla. Caminé lentamente, observando algún punto donde pudo haber pasado Gaia. El camino estaba despejado, como si hubiera sido cortado. Tuvo que haber pasado por aquí, ni modo que se cortó solo. Decido gastar mi primera gota de sangre en esa zona, y rezo porque aparezca el aroma una vez más. Acerco mi dedo índice para verlo mejor. La herida está cicatrizando. Ojalá pudiera dejarlo curar sin tener que manipularlo más. Las heridas más pequeñas son las más fastidiosas. Saco mi daga de la mochila y me dispongo clavarla para revelar el aroma, pero fui interrumpido. 

Sentí un golpe en las rodillas que me tiró al suelo. ¿Quién mierda ataca las piernas primero? Por supuesto mi cara aterrizó antes que el resto del cuerpo, como mi suerte lo manda. En el transcurso de segundos, algo se subió a mi espalda mientras yo estaba, boca abajo, procesando lo que acababa de pasar. El peso de la criatura era casi inexistente. La sentía, pero no me empujaba haca abajo. Como si la gravedad no funcionara con ella. Tuve que actuar rápido para no morir, al menos tan pronto. Aún atónito y con las fuerzas volviendo, me levanté de un golpe y volteé. Era una chica. Mi recuperación la había tumbado, pero se levantó rápidamente, y en su mano derecha traía una daga. No parecía tener ningún tipo de entrenamiento. Sin pensarlo se abalanzó sobre mí. ¿Qué clase de monstruo era? ¿Si tenía permitido golpear a una chica en esas circunstancias? No tuve nada  claro en ese momento. Por no dañarla, terminé lastimado. Vovía a estar sobre mí, pero esta vez cara a cara. No era difícil detener la daga que quería clavarme en el pecho. Sujeté sus manos como si fuera un juego de niños. 

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