Min Yoongi es el heredero al trono de Corea.
Es un Alfa antipático, sarcástico y cortante.
Los integrantes del Clan Real de las Siete familias le tocan los cojones por ser el sucesor, y probablemente eso cause más de mil problemas en su escala com...
Me encuentro parado en la mitad del pasillo, observando aquella pintura colgada en la pared. Jamás deambulaba por esta parte del palacio, la ala izquierda, y me temía que esta era la primera vez que posaba mis curiosos ojos en el retrato.
Yace la pareja real. El rey Min Yoonkwan con una expresión, seria, y poderosa; sin sonreír. A su lado, la reina Kari. Su largo cabello negro cae perfectamente lacio, su nariz es perfilada y, aquellos ojos me recuerdan al bebé que trae entre sus flacuchos brazos: Pálido, pequeño.
Mantiene los ojos cerrados como si estuviese teniendo de sus mejores siestas con tan solo tener un par de meses de vida.
Sonrío levemente. El príncipe Yoongi es bonito incluso de bebé.
No quiero pasarme mucho tiempo viendo la pintura, sin embargo cuando estoy apunto de mover mis pies, algo capta mi atención.
Observo la marca de la reina en su cuello. No se puede ver muy bien por el ángulo en que ha sido plasmada la pintura, sin embargo, es lo suficiente para revolverme las entrañas. Puedo ver los tejidos de la piel de un color rojo débil, como si hubiese sido un proceso lento y doloroso de sanación. Es brusca, grande, y siendo honesto, casi aterradora.
Tal vez nunca le había puesto mucha atención a la reina antes...entonces, recuerdo que la mujer siempre se encontraba usando ropa que llevaba cuello alto.
Eso es extraño.
Para un Omega, llevar la marca de su Alfa es algo de orgullo. Ser reclamados por quien tú amas. Una marca de amor. De pertenecer y que ese lobo te pertenezca a ti.
Mis ojos vuelven hacia la familia real. Las miradas son parecidas: Vacías, sin expresión alguna.
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Jodida mierda.
—Jimin... —siento la pálida mano enrollándose en mi muñeca.
Me quema su tacto. Lo siento insoportable.
—Suélteme. —digo entre dientes sin siquiera animarme a verle el rostro.
Escucho su suspiro pesado detrás de mi. No me suelta, e incluso intensifica su agarre provocando dolor.
—Le dije que me soltara. —vuelvo a advertir. Siento un nudo en la garganta. —Déjame ir por las buenas. Le recuerdo que estamos en los pasillos, donde todos nos pueden ver.
—Entonces cálmate.
Quiero bofetearlo hasta que mi mano le quede plantada de rojo en la mejilla.