10 de marzo @ 9:34 A.M.: Iris

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Con un oh, no, no, abrí la puerta del metro milisegundos antes de que sus mandíbulas de tiburón se cerraran definitivamente.

Necesitaba respuestas.

No tengas miedo de seguir a tu corazón, había dicho el hombre.

¿Coincidencia? No.

¿Qué había querido decir con eso?

¿Era éste uno de esos momentos en los que el Universo habla, tú te callas y escuchas?

Me apetecía averiguarlo mientras subía la Escalera al Cielo, o, al menos, la escalera hacia la superficie. Pisándole los talones a mi presa, me salté un escalón sí y otro no con mis andrajosas Converse rojas.

Con el ágil andar de una viajera de tren experta, me abrí paso entre el bosque de bostonianos. Mis ojos se fijaron en la camisa de tono claro, casi translúcida, que llevaba el Jesús del tren.

Al saltar el último escalón con una sonrisa triunfal, la luz del sol me atravesó los ojos, obligándome a cerrarlos.

Una vez que fue lo suficientemente seguro como para bajarlos, me encontré en una sección de la calle casi desierta con unos cuantos bostonianos yendo a ninguna parte. Pero el Jesús del tren tampoco estaba en ninguna parte.

Luché contra un impulso de caer de rodillas y maldecir al cielo.

—La humedad está aumentando—. Una voz cansada y sibilante susurró en algún lugar a mi derecha.

—¡El barómetro está bajando!— Mi mente respondió, bailando al ritmo de la melodía imaginada de la canción "El hombre de la lluvia."

Alguien sabía justo lo que me iba a animar.

Miré hacia mi inesperado compañero de juego de asociación de canciones.

Su rostro arrugado, su expresión demacrada y sus mechones de pelo gris parecían sacados de una vieja y elegante película de cine.

El anciano, rodeado de un surtido de paraguas de todas las formas y tamaños, simbolizaba un dulce día de escala de grises en un exuberante derroche de color en esta soleada mañana.

—Según todas las fuentes, la calle es el lugar al que hay que ir—. El hombre de la lluvia silbó el siguiente verso, se rió de buena gana e hizo un gesto hacia arriba.

—En realidad no estaba buscando a los hombres de la lluvia, señor. Estaba siguiendo a Jesús, sin embargo. Y he perdido al tipo. ¿Lo has visto?—

—¿Has perdido a... Jesús, hija mía?— Sus cejas formaron un signo de interrogación. —No temas. A veces nos desviamos del camino de la fe, pero tarde o temprano... En cuanto a tu pregunta, sí lo he visto. Está en todos los seres que nos rodean...—

—No, quería decir... Había un hombre, sabes. Él... No, tacha eso. Estoy bastante segura de que llego tarde al trabajo—. Puse los ojos en blanco.

—Sin embargo, tal vez, estás justo donde tienes que estar—. Señaló su mercancía.

—Umm... Por favor, no te ofendas. Adoro tu puesto. Pero yo... realmente no soy una persona de paraguas. Salvo los de los cócteles. No me gustan mucho los accesorios. Collares, relojes de pulsera, bolsos, paraguas... Cualquier tipo de joya, en realidad. Me parecen una carga—.

—¿Una carga?— Me ofreció una pequeña sonrisa. —Pueden brindar seguridad. Imagina, por ejemplo, que empieza a llover. No tienes paraguas. Sabes que te vas a mojar. Un paraguas supera ese miedo. Ofrece protección, un sutil estímulo y un abrazo cariñoso. Una sonrisa cálida. Un refugio contra las gotas frías y antipáticas—.

El Último Tren | ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora