CAPÍTULO XX

359 67 10
                                    

El anochecer se acercaba, mientras yo montaba de nuevo a horcajadas sobre Chica, camino a nuestro campamento. Intentaba que la yegua ralentizase su paso cada vez que empezaba a trotar, para no alejarnos demasiado de Keelan y Audry.

Hacía tan solo algunos minutos desde que nos habíamos despedido de Serill. De cualquier forma, no había sido una despedida ni mucho menos memorable.

La vieja me echó tan solo una mirada, asintiendo en mi dirección, mientras decía: — Cuídate ahí fuera, Éire. Este no será el primer problema que se te presentará.

Le dediqué una sonrisa afilada.

—Claro que no. Mi vida aspira a ser más emocionante que esto.

Apenas nos quedaban unas sesenta varas de camino, con nuestro silencio a cuestas y el grillar tronando sobre las copas de los árboles. Las ráfagas de viento se empezaban a levantar, mientras las ramas y tallos de las plantas chocaban y silbaban con molestos sonidos. Yo tan solo me concentraba en el metálico sonido de las herraduras de Chica contra la hierba, contando cada paso que daba y restándole segundos al tiempo que nos quedaba para llegar.

Estaba impaciente por tumbarme un rato: me sentía pesada como un pedrusco después de haberme zampado casi tres liebres a mordiscos.

Sí, si era sincera, Audry había tenido motivos para mirarme como si fuera un bárbaro frente a los leños, con trozos de carne entre mis dientes. O, bueno, tal vez lo hacía porque fantaseaba con mi boca sobre algunos lugares de su cuerpo desnudo.

Ahora entendía porqué siempre encajaba en los burdeles y tabernas; sin duda, no estaba hecha para la vida en palacio. Al menos, no en un palacio regido por estirados reyes con cortes ostentosas y llenas de espumosos vinos caros. Aunque, bueno, realmente el vino costoso no sería un problema para mí.

Casi solté un jadeo aliviado al ver el claro a poco menos de unas palmas de nosotros. Atravesamos los pocos árboles que quedaban, hasta que empezaron a desaparecer, y pudimos ver el reluciente carruaje borgoña, intacto pese a los casi dos días que había estado a merced de las criaturas de Gregdow.

Paré a Chica sobre sus patas, zarandeando sus riendas, y ni siquiera me molesté en rozar su espuela cuando caí de un salto en el suelo. No tardé mucho en atarla y en comprobar que estuviese bien alimentada e hidratada, dejándole de nuevo mi espesa capa para refugiarla de aquel extraño frío.

En cuanto me giré hacia el carruaje, pensando tan solo en el mullido colchón que probablemente tendría para mí sola, me topé con dos rostros a poca distancia de mí.

Keelan parecía algo más desinteresado, apoyado contra la madera trabajada del transporte; sin embargo, Audry incluso había dado un paso en mi dirección.

— ¿Qué? — simplemente dije, arrugando el ceño. Audry pareció tragar saliva, justo antes de apoyar su mano sobre la empuñadura de la espada que le había dejado el príncipe.

Gruñí por lo bajo, echándole una mirada envenenada. Aunque, antes de poder actuar, Audry habló: — No es para hacerte daño. Al contrario, quería que la utilizaras tú misma para saldar tu deuda.

—¿Para saldar mi deuda? — inquirí, aún estupefacta —. ¿Y qué deuda se supone que tengo para con ustedes?

Esta vez, fue Keelan quien se desperezó de su tranquila posición, simplemente ojeándome antes de hablar. Parecía extrañamente cansado, relajado; de hecho, casi me había planteado si un hechicero de la casa de los Usurpadores se había hecho pasar por él, cuando no se había ofrecido a inspeccionar los alrededores.

—En Zabia, un asesinato como el que has cometido, tiene pena de muerte; sin embargo, al dejarte vivir, tienes una deuda con nosotros.

Fruncí aún más el ceño, mientras observaba el pie de Audry, el cual parecía a punto de balancearse para dar un paso más hacia mí. Era tan insistente.

Reino de magia y sangre [Disponible en Físico] ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora