CAPÍTULO XLIII

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¿Habían transcurrido unas horas, unos días o unos minutos? Sinceramente, no lo sabía. Tan solo me resumía a este instante, acurrucada sobre el cuerpo sin vida de Idelia, anhelando tanto salir de aquí como necesitaba estarlo.

Temblaba y no era por el frío. Los fuegos se habían detenido hacia algún tiempo, y tan solo algún que otro grillo hacia ruidos tras las rejas de mi ventana. Nadie había entrado en los calabozos, y esperaba que no lo hicieran.

O, tal vez, eso sería lo mejor: que otro acabase el trabajo de mi madre.

—¿Éire? — preguntó una voz, aunque no identifiqué de quién se trataba. No supe quién era en ningún momento, porque mi mente se había desconectado y alejado de la realidad hacía tanto tiempo. Temblé contra el pecho de mi madre y le murmuré algo inentendible. Quédate conmigo, quise decirle; sin embargo, ni yo tuve el valor, ni ella iba a responder.

—¿Éire, qué ha pasado? — murmuró alguien tras de mí: su voz ahora mucho más cauta, suave, empática. Solté un sollozo y estuve a punto de rezar para que Idelia me mantuviese entre sus brazos. Abrázame fuerte, quise volver a pedirle, ya que aquella noche no lo había hecho, pero ella no iba a responder.

Así que no lo hice. No hablé.

Entonces, una mano tocó ligeramente mi hombro, sus dedos tan solo rozando mi vestido ensangrentado. Me encogí aún más, pero no por aversión, sino porque el tacto fue tan reconfortador.

Me incorporé, aún de espaldas a aquella persona. Tomé el rostro, aún caliente, de mi madre, y dejé un beso en su frente. Mis labios temblaron mientras lo hacía, y no pude evitar susurrar un débil te quiero justo antes de apartarme levemente.

Debía hacerlo, lo sabía. Pero no podía, no podía.

Observé detenidamente sus facciones una última vez: sus delgados labios, su rostro afilado y perfectamente proporcionado, sus párpados ahora cerrados, la sombra de sus rizadas pestañas trazando unas líneas irregulares en sus mejillas.

—Lo siento tanto, mamá. Ojalá pudiera…, ojalá… — Y sollocé, una y otra vez, de rodillas junto a mi madre, con mi vestido lleno de su sangre. La culpabilidad me apabulló, aquella adrenalina y rencor desaparecieron de una forma tan abrumadora, de un rápido plumazo. Así que hice lo único que se me ocurrió: me giré hacia aquella persona.

Y ahí estaba Keelan Gragbeam.

No me miraba con odio, ni con repulsión, tampoco con aquella compasión que me hacía odiarme aún más a mí misma. Él me miraba con empatía, con comprensión, con amabilidad.

Él me entendía. Él verdaderamente me entendía.

Así que le susurré: — Por favor, por favor, sácame de aquí.

Y él lo hizo: me sacó de aquella celda, justo después de prometerme que se encargaría de enterrar a mi madre.
No me obligó a que lo abrazara, ni a contarle qué había pasado y tampoco me forzó a sostenerme de su cuerpo, pese a que mi renqueo era más que obvio. Tan solo caminó a mi lado, me miró de soslayo entretanto, y cuando supo que lo necesité, esbozó una sonrisa cálida.

Y ahí estaba la puerta. Ahí estaba la salida de los calabozos: una puerta agrietada, astillada, apenas sostenida por un maltrecho marco. Yo pasé primero, y el exterior fue lo que me recibió.

Aún era de noche, aunque el cielo empezaba a esclarecer. La hierba estaba a mi alrededor, el castillo tras de mí, el frondoso bosque a pocas leguas. Di algunas zancadas renqueantes, los harapos ensangrentados que eran mi vestido casi me hicieron tropezar varias veces, y mis ojos se dirigieron inconscientemente hacia el cielo, para comprobar que verdaderamente estaba fuera.

Reino de magia y sangre [Disponible en Físico] ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora