CAPÍTULO XI

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Había conseguido agua

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Había conseguido agua. Al menos, la suficiente como para limpiar la mugre de mi piel y la sangre de lo más profundo de mis uñas.

El guardia que había insistido en acompañarme aquella misma tarde, y que luego había salido huyendo al ver al pulvra, casi se había arrodillado frente a mí mientras me imploraba que aceptase su ración de agua de hoy.

Obviamente, no había tenido que decirlo dos veces.

Con mi ración de agua y la suya, había podido lavarme cuidadosamente, intentando no gastar más agua de la estrictamente necesaria en cada zona de mi piel. Tras aquello, no tardé en sacar mi equipaje del carruaje para rebuscar con desesperación el agua de la nevada que había enfrascado.

Apliqué aquel antídoto mágico en las heridas de mis dedos y tuve que pensármelo más de una vez antes de darle un buen trago. Si de veras aquella agua era tranquilizadora y sanadora, relativamente podría solucionar este síndrome con bastante más rapidez que simplemente esperando a que pasase con el tiempo.

Arrugué la nariz mientras dejaba pasar la templada bebida por mi garganta. Sabía a magia, a azufre y a suciedad, mientras su suntuoso tacto se deslizaba por mi gaznate, enfriando con suma destreza mi cansado y febril cuerpo.

Por un momento, tuve que parpadear, estupefacta. Noté como la bebida removía cada célula de mi cuerpo, revitalizando mis partes más cansadas y espabilado a mi apesadumbrado cerebro. Hinqué las uñas en el asiento de aquel carruaje, sintiendo como la sensación revitalizante de aquel antídoto arrasaba con mi malestar, con mis náuseas, con mi cefalea, hasta hacerme encoger las puntas de mis pies debido al repentino bienestar.

Solté el aire que no sabía que estaba reteniendo mientras tensaba mis dedos en torno a aquel frasco. Había dejado un poco de aquella agua, aunque no la suficiente como para detener los síntomas por mucho más tiempo, si es que aquella cura no era permanente; tal vez durase un día más, pero no más.

El sonido de los leños siendo consumidos por el crepitar del abrumador fuego, llegó deslizándose hasta mi oído, relajándome brevemente. Podía ver desde la ventana del carruaje que habían hecho una enorme fogata, y la mayoría de guardias estaban sentados en torno a ella, comiendo trozos del ciervo al que habían cazado y, el cual se encontraba troceado y atravesado en los palillos que todos sostenían frente a la hoguera, cocinando aquella carne fresca y cruda.

Mi estómago rugió, y esta vez no fue por las náuseas. Mi apetito, por fin, parecía haber vuelto y más insaciable que nunca. Ni siquiera me lo pensé dos veces mientras bajaba del carruaje de un salto, guardando aquel frasco en mi espesa capa. Rodeé el transporte con rapidez, ahora firme en mis pasos y sin necesidad de renquear en lo más mínimo, encaminándome a aquella fogata.

Rápidamente ubiqué a Keelan, mordisqueando uno de los trozos de carne braseada con cuidado, manchando las comisuras de sus labios con grasa. Pasó la lengua por las manchas grasientas de su boca, con lentitud, deteniéndose a saborear aquella sustancia untuosa.

Reino de magia y sangre [Disponible en Físico] ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora