CAPÍTULO XIII

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Me revolví entre aquellas sábanas de seda. No reconocí su textura, tampoco reconocí la habitación cuando abrí los ojos y vi un techo oscurecido y repleto de filigrana. Parpadeé, intentando disipar la bruma de mi sueño y asentando la alcoba a mi alrededor.

Era la misma que vi en mi visión con Keelan.

Me incorporé contra el cabecero con cortinas de tul anudadas a el, dejando caer mis piernas a un lado del colchón e irguiéndome de pie. De nuevo, sentí un soplo de aire fresco recorriendo mis piernas, removiendo el dichoso camisón corto de encaje. Entrecerré los ojos mientras salía al pasillo, viendo aquellos suelos de mármol y esas paredes pulidas, con la oscuridad condensándose en la pintura. De nuevo, mis pies y mi olfato se toparon con aquel charco de sangre, aunque esta vez sí que pude ver su rostro: era Audry.

Fruncí el ceño solo una vez mientras una voz gritaba mi nombre. Inesperadamente, antes de poder detenerme, mis piernas corrieron desesperadas, como si aquella llamada supusiese el fin de todo.

Supe que mis pies habían resbalado sobre la sangre, empapando mi piel en aquel líquido vital, casi patinando y cayendo al suelo de bruces. No me importó, a mi yo del futuro no le importó eso, solo lo que suponía aquel grito.

<<¡Éire! ¡Éire! >> Gritaba. Gritaba tan fuerte que casi tuve que tapar mis oídos. Dolía, dolía tanto.

Abrí unas puertas dobles vidriadas, sin detenerme a pensar, sin detenerme a buscar un arma. Eso era tan propio de mí y, al mismo tiempo, tan estúpido.

Detuve mi mirada en la persona que me sonreía, justo sobre aquel trono, mirándome desde su posición elevada; mirándome como si solo fuera un obstáculo en su camino. Aunque no le presté mucha atención, mis ojos fueron directamente a la persona a su lado. Mis labios se movieron en contra de mi voluntad, mi corazón martillando en mi pecho.

—Keelan — musité.

Tomé una bocanada de aire, irguiéndome en aquella cama de golpe. Estaba en aquel compartimento, esto era real, esto era real; no aquello. Al menos, no lo era por ahora.

Intenté tranquilizar mi respiración acelerada, calmar la forma en la que mi corazón se desataba, la forma en la que mi cerebro me decía que esto era demasiada coincidencia: una visión nunca se repetía tantas veces.

Esto era una advertencia, una advertencia bastante clara de lo que pasaría si seguía por este camino. Pero, por mucho que no quisiese, tenía que seguir este camino. Tenía que acompañar a Keelan hasta Aherian para liberar a mi madre, para recuperar mi vida; sino hacía aquello, no me quedaría nada.

—Creo que esto es tuyo. — Giré mi cabeza en dirección a aquella voz. Intenté no parecer demasiado sorprendida mientras Keelan se apoyaba contra la esquina donde se encontraba su carcaj, con los cuatro frascos que había dejado sobre el carruaje en sus manos, llenos hasta arriba de aquella agua cristalina. Tragué saliva mientras detenía mi mirada en él.

No parecía arrepentido por lo de anoche, pero aquel gesto sí que parecía una extraña tregua entre los dos.

Dejé caer mis pies a un lado de la cama, acomodando la camiseta de lino que se había subido hasta mostrar la parte baja de mi pecho, y me puse de pie mientras la madera húmeda trinaba bajo mis pies.

Di algunas zancadas hacia él y alargué la mano, esperando a que dejase aquellos botes sobre ella. Keelan alternó durante un momento la mirada entre mi rostro y mi mano, al parecer esperando a que sacase una daga de alguna parte; sin embargo, al ver que no me movía, dejó aquellos recipientes sobre mis manos.

Tuve que acercar aquellos frascos a mi pecho, sin poder sujetarlos solo con mis extremidades. Elevé mi mirada de nuevo hacia él, sintiendo aquel silencio tenso entre ambos, sabiendo que su mirada ni siquiera me miraba a mí: estaba observando el agua embotada contra mi camiseta.

Carraspeé antes de hablar.

—Bueno, pues gra…

—¿Para qué te sirve el agua de lluvia? — me interrumpió de golpe. Él posó su mirada sobre mis ojos, aunque yo no hice más que fruncir mi ceño en su dirección.

—No vuelvas a interrumpirme mientras hablo — le ladré, pasando por su lado y agachándome justo al lado de mi capa doblada. Metí cada uno de los frascos entre los bolsillos de esta, sin saber qué otro lugar utilizar. Tuve que tomar una bocanada de aire mientras le miraba sobre mi hombro, aún con las manos sobre el denso pelaje de la prenda —. Y no pretendas que te confíe un secreto si ayer mismo me amenazaste con una espada.

Keelan tensó su mandíbula, de nuevo con aquella mueca molesta.

— Si te lo he preguntado es porque quiero intentar hacer esto más fácil para los dos, como dijiste ayer. Es una ofrenda de paz, sino quieres aceptarla, está bien.

Suspiré mientras me levantaba, girándome de nuevo hacia él. Su mirada seguía estando sobre mí, aunque esta vez no era tan amable. De nuevo, parecía haber excedido los límites del príncipe, y me seguía importando igual de poco.

Aún así, tenía razón. Era estúpido amenazar a la persona a la cual debía de proteger.

—Está bien, acepto tu tregua — di un paso hacia él y Keelan no retrocedió, así que me tomé la libertad de dar otro en su dirección. Su rostro se inclinó hacia el mío y sentí como su aliento chocaba contra mi nariz —. Pero eso no significa que vaya a confiar en ti.

Pasé por su lado en cuanto aquellas palabras salieron de mi boca.  Pese a lo que esperé, Keelan soltó una risotada mientras yo me tumbaba de nuevo contra el colchón.

El príncipe se giró hacia mi, y yo me apoyé contra la pared, con mis piernas estiradas sobre las sábanas.

—No me caes tan mal, hija de Idelia. — Cruzó sus brazos mientras me dedicaba una sonrisa afilada. De nuevo, no era ni amable ni cortés, era venenosa como las púas de un ñacú —. El problema es que he conocido a muchas chicas como tú. Te crees diferente por saber usar un arma, pero no lo eres. Acabarás muerta, y probablemente te mate uno de estos monstruos, porque eres demasiado temeraria.

Deslicé una lenta sonrisa por mis labios, mirándole con astucia —. Pensé que esto era una tregua.

—Lo es, solo digo la verdad — Keelan se encogió de hombros y dio un pausado paso hacia la cama.

Antes de que avanzase más, añadí: — Me encanta escuchar las suposiciones que salen de tu boca. Pero en menos de dos minutos estaré desnuda y cambiándome de ropa. Sé que te encantaría quedarte, pero no estás en la lista de gente privilegiada que puede verme sin nada.

Keelan se detuvo en seco y no menguó su sonrisa aguzada. Me dedicó solo una última mirada antes de girarse en dirección a la trampilla. Justo cuando estaba agarrándose al extremo de la madera, habló:

—No veo muchos pretendientes esperando a ser admitidos.

Antes de que se cerrase aquella entrada, grité: — Porque es muy privilegiada.

Keelan soltó una brusca carcajada mientras la madera trastabillaba contra el hueco de la trampilla, poco antes de escuchar como la puerta del carruaje se cerraba de golpe.

No esperé mucho más para abalanzarme sobre aquellos frascos. Saqué el primero que vi entre las pieles de mi capa y lo descorché de golpe, dejando que aquel líquido pasase por mi garganta con toda la rapidez que pude, absorbiéndolo con avidez, casi atragantándome con toda aquella magia acaparando mi campanilla.

No había vuelto a encontrarme tan mal como ayer, pero sabía que los efectos estaban reapareciendo, haciéndome sudar más, cabeceando contra mi cerebro y adormeciéndolo por el dolor.

No me paré a pensar en si, tal vez, empezaba a albergar una adicción hacia esa cosa; aquello no me importaba. Mientras que aquellos síntomas acabasen, no importaba la manera de hacerlo. De todas formas, tampoco me detuve demasiado en aquella cavilación mientras lamía las últimas gotas del frasco.

Sabía mal, casi tan mal como la sangre contaminada del pulvra, pero me hacía sentir tan bien que el sabor perdía importancia.

Tomé una bocanada de aire mientras dejaba aquel frasco vacío entre las pieles de mi capa de nuevo, sintiendo como aquella preciosa sensación se deslizaba por todos los tejidos de mi cuerpo, incluso bajo mi piel.

No tardé mucho más en vestirme con una túnica gruesa, ajustando las solapas de hilo bordado a mi cuello, y anudando el cuero de mis botas. Con un seco golpe abrí aquella trampilla, enganchándome en uno de los extremos y balanceándome hasta que apoyé la suela de mis botas contra la madera del carruaje. Palpé la vaina que tenía enganchada en mi cinturón y comprobé que había recordado guardar la daga.

Salí del carruaje, inspirando el aire del exterior, con las luces de la aurora bailando sobre el cielo que recién estaba amaneciendo.

Escuché de nuevo a los caballos pastar, aunque cuando rodeé el carruaje no había ningún guardia en torno a ellos, comprobando que ningún monstruo los desgarraba por diversión. Fruncí el ceño mientras me acercaba a uno de esos caballos, agudizando el oído para intentar averiguar el paradero de todo el mundo.

La yegua frente a mí era alazana, con las crines cobrizas y la cola aún más pelirroja. Deslicé mi mano por su lomo, mientras ella pastaba justo al lado de mis pies. Me fijé en que tenía una cicatriz surcando su testuz, era blanquecina y estaba prácticamente cerrada, así que deduje que no era reciente. Fruncí el ceño mientras rascaba su crin con mis uñas.

—¿Qué ha pasado, chica? ¿Sabes dónde están todos?

Ella no tardó en relinchar, irguiéndose y mirándome con sus oscuros ojos. Le dediqué una sonrisa tranquilizadora. Sabía que los caballos olían tu miedo, y eso solo los atemorizaba más.

Inesperadamente, la yegua asintió hacia su derecha, sin apartar sus ojos de los míos. No era precisamente fiable ese movimiento, y mucho menos si lo hacía un animal, pero asentí hacia ella y la acaricié una última vez antes de dirigirme hacia donde me había indicado.

Si mi madre me viese ahora mismo, me daría una bofetada.

<<Necia, tan necia como los humanos. Los animales son inferiores a ellos, pero mucho más inferiores a nosotros>>

Nunca había estado demasiado de acuerdo con los valores de Idelia. De todas formas, no obedecerla era sentenciarme casi al instante.

Entrecerré los ojos en dirección a aquella zona del bosque. No la había pisado nunca, pero escuchar el aleteo de los pájaros me tranquilizaba levemente.

Me adentré entre la maleza, apartando las ramas de mi camino, comprobando que mis pies pisaban sitios seguros y no algún tronco que partiese de inmediato mi tobillo al tropezar. Todo parecía tranquilo a mi alrededor, pero la desconfianza seguía palpitante en mi pecho. Sabía de criaturas que podían ocultarse silenciosamente, que incluso podían camuflarse con su entorno.
Yo no confiaba siquiera en mi propia sombra, mucho menos lo haría en un ambiente aparentemente seguro.

Y, entonces, lo escuché.

Pese a lo que esperé, no fue el rugido de ningún monstruo ni el arrullo de un quepak. Tampoco fue el gorgoteo de una garganta siendo rebanada o el sonido de un pulvra reptando por algún riachuelo.

Era el sonido de risas. De risas y chapoteos.

Entrecerré aún más los ojos mientras seguía el rastro de aquellos sonidos. Cuanto más cerca me encontraba, más podía asegurar que había decenas de personas allí, que aquellas voces eran inesperadamente conocidas.

El riachuelo apareció en pocos minutos, aquella pendiente lodosa de nuevo frente a mí, pisadas de botas demasiado visibles, demasiado obvias para cualquier depredador inteligente; como lo era una bynge.

Casi rugí mientras observaba a aquellos guardias nadando entre aquellas corrientes, tirándose lodo y riendo como si fueran malditos niños pequeños.

Yo cuando era niña ya estaba aprendiendo a matar. Y los que se suponían que debían de proteger al príncipe, estaban jugando.

Barrí aquel sitio con la mirada: todos estaban en el agua, eran absolutamente todos los guardias que debían de resguardar a Keelan, y ninguno estaba siquiera armado.

Bajé la mirada a aquella pendiente lodosa y observé aquellas armas enterradas en el lodo, sucias, inútiles, demasiado lejanas si aparecía el pulvra que reptaba por este mismo riachuelo.

Tuve que tensar mi mandíbula con férrea fuerza para intentar no clavar un cuchillo en el pecho de cada uno de los que estaban presentes.

Ni siquiera se habían percatado de mi presencia, ¿cómo aquellos estúpidos iban a cuidar del príncipe?

Yo no era admiradora de Keelan, pero esta era mi misión, y ellos deberían tomársela tan en serio como yo; aún cuando el príncipe no era una persona de mi agrado.

—¿¡Qué hacéis, necios!? — grité, haciendo que todos los guardias que nadaban tranquilamente se girasen hacia mí. Vi algunas expresiones molestas, otras sorprendidas y algunas incluso iracundas. Aquello no me amedrentó en lo más mínimo mientras elevaba la voz.: — ¡Tenéis que cuidar del príncipe Keelan! ¿Cómo podéis estar aquí divirtiéndonos?

Audry se giró hacia mí, frunciendo el ceño. Sus compañeros se arremolinaron en torno a él, al parecer visiblemente molestos por lo que acababa de decir.

—Eh, eh, Éire — dijo Audry, dando un paso hacia mí, con el agua casi llegando a su cadera —. Tienes que relajarte. Estamos bien, el príncipe Keelan se ha ido de caza; todo está bien.

Repasé con la mirada cada uno de los rostros de esos guardias. Algunos ni siquiera me estaban prestando atención; como si fuera una nimia e insignificante distracción. Otros, sin embargo, parecían muy concentrados riéndose por lo bajo de mí.

Estiré una lenta sonrisa por mis labios.

—Entonces, no debo preocuparme, ¿verdad? ¿Sabréis defender a  su alteza de los monstruos del bosque? — pregunté, inquisitiva. Les dediqué una sonrisa encantadora, haciendo que Audry destensara sus hombros y elevase una de las comisuras de sus labios.

—Sí, sí, claro, señorita. No se preocupe, puede volver a descansar si así lo prefiere.

Antes de poder poner una mueca de disgusto, un guardia calvo gritó: — O puedes venirte a mi tienda, nena, nunca me he follado a una hechicera.

Todos estallaron en risas en aquel riachuelo, mirándome como si fuese irremediablemente graciosa. Ensanché aún más mi sonrisa, dando un paso hacia el lodo, y dejándome caer hacia delante.

Como supuse, aquel hombre que había gritado eso sobre mí, me sujetó antes de sumergirme en el agua. Me agarré a sus hombros mientras el aferraba sus grandes dedos en mis caderas, apretando más de lo necesario.

—Ay, lo siento tanto. Me he caído — solté una risita tonta —. Ya sabes, cosas de mujeres.

Él me sonrió, mostrándome sus dientes torcidos y aquel colmillo dorado en su dentadura. El guardia bajó su mirada hasta mi pecho, justo donde la túnica se había pegado más a mi piel gracias al agua, transparentando todo lo que se encontraba debajo.

Retrocedí un paso, volviendo a sonreírle. Aquel hombre no apartó la mirada de mi pecho, así que no me costó sacar la daga de mi vaina bajo el agua, aún oculta de todos los guardias que sabía que no me quitaban la mirada de encima.

—Bueno, me quedo mucho más tranquila sabiendo que hombres tan apuestos y entrenados protegen a  su alteza — endulcé mis palabras con miel, aleteando mis pestañas en dirección al hombre frente a mí. Justo cuando él iba a colocar de nuevo su mano en mi cadera, saqué la daga de su escondite en el agua —. El problema es que no hay ni uno de esos hombres aquí.

Mi sonrisa se volvió afilada mientras pasaba la daga por la palma de mi mano, dejando gotear la sangre sobre el agua.
Los guardias contuvieron una exclamación, y supe de inmediato que muchos se iban a abalanzar sobre mi; sin embargo, no tardé en volver a hablar, escuchando casi instantáneamente el sonido del siseo de un pulvra.

—Los que consigan sobrevivir, podrán ayudarme a proteger al príncipe; los que no, espero que sea una muerte rápida. Una pena que al pulvra le guste devorar a sus presas vivas.

Ni siquiera pudieron detenerme cuando el pulvra ya había devorado a uno de esos guardias. Salté a la pendiente lodosa con agilidad, desapareciendo entre los árboles unos momentos después.

Aún podía escuchar los gritos de los guardias, rogando por su vida o, tal vez, rogando por una muerte mucho más veloz.

Reino de magia y sangre [Disponible en Físico] ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora