CAPÍTULO XLII

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No recordaba apenas nada de lo que había sucedido. En mi mente había retazos de mi balanceo trastabillante, de mis rodillas pegadas al pecho y de mis labios temblorosos. Sabía que mi madre me había drogado, que había bailado con Keelan y casi, casi recordaba nuestra conversación.

Pero nada más. No recordaba nada más a partir de ahí.

Lo que sí que sabía es que tenía un jodido y enorme dolor de cabeza. Y que, además, no estaba en mi habitación: tras mi espalda no había un colchón, ni una mullida superficie calentita, ni unos cojines acolchados.

Ahora había piedra.

Parpadeé varias veces, sentí el cinturón de mi vestido cerrado en torno a mi cintura, apretando tan fuerte que casi quería volver a vomitar. Me removí sobre aquella superficie, escuchando el arrastrado sonido de las telas de mi ropa rozando el hormigón, mis dedos tocando uno de los fríos barrotes.

¿Barrotes? Me pregunté, casi inconscientemente, mientras me esforzaba por abrir mis ojos. Aún me sentía pesada, febril, pero aquella sed ya había pasado; se había desvanecido por completo de mi organismo, al menos, por ahora, hasta que mi cuerpo me exigiese una nueva dosis.

Cuando conseguí separar mis hinchados párpados, tan pesados que casi podían haber pesado una arroba, tan solo me topé con la imagen de unos barrotes enormes, duros, fríos y oxidados. Tuve que pestañear varias veces, incorporarme contra la enorme pared de piedra, y girar la vista alrededor del calabozo. De mi calabozo, al parecer.

Bueno, si hablábamos de crímenes, no creía tener ninguno que pudiese hacerme apresar pese a estar bajo la seguridad de Zabia.

Pero, estaba segura, de que esto no se trataba de ningún crimen. Al menos, no de uno que hubiese cometido en realidad.

Humedecí mis labios, los cuales estaban tan resecos que casi sentía la descamación en sus tejidos, y me esforcé por tragar la poca saliva que pude. Tenía sed, tanta sed, y hubiese dado cuántas vidas me pidiesen por un trago.

Pensé en gritar, pero en cuanto descubrí que me habían arrebatado el arma, todas mis fuerzas se desvanecieron con un chasquido. Había asomado mi cabeza entre los barrotes, pero todas las demás celdas estaban desocupadas, completamente vacías, menos la mía. No había guardias a la vista, pero la celda estaba firmemente cerrada; y lo sabía, porque, obviamente, había intentado tirarla abajo.

Así que volví a recostarme contra la piedra con una exhalación rendida. Gritaría, reclamaría por esto, más tarde lo haría; pero, ahora, ahora mismo necesitaba un momento. Un momento para pensar en qué había pasado, para recopilar todos los hechos que me habían traído hasta este momento; tan solo un instante para rememorar lo que había hecho mi madre.

Estaba cansada, perdidamente cansada. Y, por un segundo, no encontré motivos para reclamar por esto; porque, al fin y al cabo, ¿por qué lo haría? Nada más me esperaba en esta vida: nada además de sufrimiento y vacío, acatar órdenes y no rechistar. Nada además de fracaso, nada además de dolor.

Ojeé sesgadamente la ventana repleta de rejas que se hallaba justo en mi lado derecho. No debía de ser más de medianoche por como aquellos destellos, llenos de chispas, humo y pólvora, se desprendían en miles de estrellas marfiles por el cielo. El ruido de los fuegos artificiales era ensordecedor, pese a la distancia que me separaba de donde eran lanzados, justo en el muelle de los caídos, donde en la última guerra lanzaron a todos los cadáveres al caudal del río.

Sin duda, bañarte en ese sitio debía de ser una experiencia memorable.

Entonces, repentinamente, un resplandor leve, intangible, efímero, atravesó el espacio que me separaba de la ventana. Un resplandor blanquecino, casi como agua de luna y estrellas, no más que una línea incorpórea y sin forma justo a mi lado. Un reflejo, un espejismo…

Reino de magia y sangre [Disponible en Físico] ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora