CAPÍTULO XXVIII

313 61 6
                                    

El establo no era más que cuatro paredes impuestas con piedras, un suelo bañado en heno y piensos, y un techo de vigas y lajas. No había apenas un caballo además de los nuestros, y algunas montas que se apilaban en un cuartillo lóbrego y maloliente empedrado y embadurnado en barro seco.

Estaba acariciando las crines de Chica, mientras ella se recostaba contra mi cuerpo. Su calor era reconfortante, mucho más que aquellos harapos llamados mantas. Sabía que entre las hebras de la nebulosa oscuridad estaba Keelan, aunque ni siquiera se había molestado en carraspear para avisar de su presencia.

—¿De veras aún conservas tanto dinero? — inquirí, echándole un vistazo sesgado al príncipe, del que apenas veía un trazo de sus facciones en la penumbra. No sabía con exactitud qué hora era, pero me había despegado de las sábanas de mi cubículo llamado habitación, y había entrado en el establo hacía al menos una hora.

—No — dijo él, encogiéndose de hombros —. Conservo el suficiente como para pagar estas dos noches y a esos mercenarios. Todo lo demás estará deslizándose río abajo por Normagrovk.

—¿Cómo sabías todas esas cosas del mercenario? — dije, observándole esta vez fijamente. Su mirada chispeaba entre los tentáculos de sombra que recorrían su cuerpo, sin apartarla de mi rostro ni un mínimo instante.

Él entrecerró los ojos en mi dirección.

—¿Esperas que te revele mis oscuros secretos tan rápido, hechicera?

No pude evitar dedicarle un esbozo de sonrisa aguzada.

—¿Sinceramente? — pregunté, aún sin esperar respuesta alguna, dejando que mis dedos patinasen por el cuerpo de la yegua que se recostaba contra mí — No. Pero me aburro y eres el único que está despierto a estas horas.

El príncipe, contra todo pronóstico, soltó una risa baja. Sus brazos estaban cruzados sobre su cuerpo, su cuerpo tan rígido y cada trazo de su piel parecía silbar contra el metal de una nueva arma; siempre una nueva arma, siempre preparado, siempre listo por si arremetían contra él.

Durante un instante, todo fue silencio a nuestro alrededor. No fue tenso, ni tampoco incómodo, pero sí que se apesadumbró sobre ambos con lentitud. El príncipe ya no me miraba a mí; en cambio, su mirada se había desviado a una pequeña grieta en el techo del establo; una nimia gotera escondida, dejando ver un trozo perfectamente extraído del cielo.

Keelan no apartó su mirada de aquel trazo que parecía pintado en un mismo lienzo por unas manos expertas; ámbar líquido, pétalos de lavanda y azafrán desperdigados por las nubes, espumosa sustancia untada por el cálido cóctel de azules y nomeolvides. Era algo tan pequeño, apenas un gota perlada de todo lo que recubría al mundo por encima de nuestras cabezas. Pero, y aunque me sorprendí a mi misma pensándolo, era sumamente hermoso.

El príncipe me echó una pequeña ojeada de soslayo; fue un instante, un momento, pero no tardó en mover sus labios mientras sus ojos volvían a pegarse sobre aquel trozo de cielo descubierto.

—¿Alguna vez has visto un amanecer?

Quise crispar los labios y burlarme de su fijeza mirando al alba; sin embargo, parpadeé, deteniéndome a pensar en cual había sido la última vez que me había parado a observar algo tan simple como el cielo; algo tan simple que tan solo requería de un momento; un momento de paz, recostada contra las briznas de hierba húmeda; un momento tan solo para estar, para existir, para respirar; no para sobrevivir y cumplir mandatos.

—No — admití, sintiendo como la respiración y los latidos de Chica se ralentizaban sobre mí. Un instante después, su pesado cuerpo se dejó caer al completo sobre mi regazo.

Reino de magia y sangre [Disponible en Físico] ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora