CAPÍTULO XXIX

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Ya habían pasado los dos días que se suponía que debíamos esperar. Apenas recordaba algo de nuestra estadía por la posada, además de la vigilancia a la que Keelan había sometido a Audry, y la cerveza espumosa deslizándose por mi garganta.

Era consciente de los pocos días que nos quedaban juntos; tal vez tres, cuatro, dudaba que llegasen a cinco. De cualquier forma, no me importaba demasiado; la relación con ellos en ningún momento había llegado a ser tan estrecha. Bostecé, estirándome en el colchón donde había dormitado toda la noche, intentando mantener los montones de mantas apilados sobre mi cuerpo.

La diminuta ventana apenas dejaba pasar algo de calor; aunque, extrañamente, me sentía hirviendo aquel día. El sudor perlaba mi frente, mi pecho desnudo, mis piernas se retorcían bajo la lana de las mantas y tan solo deseaba echarme un barreño de agua de los mismos ríos congelados de Iriam. Me desenfundé de aquellas telas, intentando apartar cada gota de sudor con el dorso de mi mano; sin embargo, mientras me apoyaba contra el cabecero de la cama e intentaba recobrar la conciencia, todo pareció dar vueltas a mi alrededor.

Barrí la estancia con la mirada, intentando encontrar la causa de aquel extraño mareo; tal vez un hechicero, un hombre queriendo forzarme que tan solo había visto como opción golpearme mientras dormía; tal vez un monstruo, tal vez algún tipo de veneno...

No me dio mucho tiempo a pensarlo, cuando el mundo dio un giro a mi alrededor, haciendo que mi visión se transformase en un desperdicio de borrones nulos de color. Parpadeé, palpando el colchón con mis dedos, intentando salir de aquella cama. Tenía que salir, tenía que avisar a alguien, a...

Entonces, una extraña presencia invisible me tiró de nuevo contra el colchón. Intenté detallarla, averiguar algo de su apariencia; sin embargo, nada a mi alrededor tenía sentido, y mi lógica daba tantas vuelvas que me fue imposible siquiera forcejear. Aquel peso incorpóreo clavó sus dedos, tan puntiagudos como espolones, en mi pecho desnudo, clavándome en aquel pobre colchón hecho de paja. Tomé una bocanada de aire, intentando recobrar la conciencia. Vuelve, Éire, vuelve. Muévete, tienes que moverte.

Sin embargo, nada de eso sirvió, cuando el calor se volvió insoportable alrededor. Llamas se pasearon por mi piel, el fuego caló en mis músculos y dejó ceniza en mis órganos. Casi pude escuchar como soltaba un alarido, mientras aquella cosa que se cernía sobre mí, invisible, me obligaba a mantenerme quieta en contra de mi voluntad.

<<Te acercas a un territorio peligroso para ti, niña. Muy peligroso. >>

Aquella voz de nuevo resonó en mi cabeza; escavando en mi mente, clavando espinas y púas en mi cerebro de una forma tan reiterativa. Esa voz antigua, amenazante, sin rostro ni tono para identificar qué ser era, se quedó en mi mente; se pavoneó en un lugar de mi cerebro y se asentó allí sin mi consentimiento.

Si alguna vez averiguaba qué o quién era, iba a beberse su propia sangre mientras le arrancaba la garganta.

Me removí, intentando mover mis dedos para alcanzar mi daga. Necesitaba moverme, anhelaba moverme; el calor se apesadumbraba en cada vía y conducto de mi cuerpo, evaporando mi sangre y haciéndome cerrar los ojos. Batallé, intenté buscar algún resquicio de magia en mi interior; sin embargo, todo era un incendio incontrolable en mi corazón.

—¿Qué...— tragué saliva, intentando hablar con cada ápice de mis últimas fuerzas —, qué eres?

Casi me pareció escuchar una risa: baja, lejana, armoniosa, extrañamente femenina.

<<Soy Gianna >>

Tan solo dijo, dejándome con la misma incógnita que antes. Crispé los labios, intentando abrir los ojos, queriendo ver el rostro de esa mujer; queriendo saber qué era.

Reino de magia y sangre [Disponible en Físico] ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora