1. Bienvenidas a la Mansión

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Tris no puedo evitar sonrojarse cuando vio la mansión hacerse más grande a medida que se iban acercando a ella. La casa estaba ubicada en el extremo más alejado de la ciudad, accesible sólo por una carretera de un carril y bordeada de monte. Los cinco pisos de altura y la fachada pulcramente pintada de blanco, con el portal sostenido por gruesas columnas y torres con puntiagudos chapiteles en las puntas en los extremos, le hizo recordar a una casa de muñecas, y en cierta forma, en eso si iba a convertir muy pronto.

—Mi amor, tienes que calmarte un poco. Estaremos bien — le dijo Ana, tocándole cariñosamente la pierna que la minifalda dejaba descubierta. Ana, como toda buena novia, mantenía una mano en el cuerpo de su chica y con la otra asía fuertemente el volante. Aunque no quería demostrarlo, también se sentía nerviosa.
— Estoy bien. Solamente... creo que olvidé empacar mis toallas femeninas.
— Ah, ya veo. No habrá problema. Sara nos dijo que todas las chicas tendríamos una dotación ilimitada de esas y otras cosas.
— Repíteme por qué estamos haciendo esto — pidió Tris, cruzando los brazos por debajo de sus bonitos pechos, contenidos por su blusa roja de tirantes —. No me gusta. Es sucio... y morboso. Si mis padres se enteran de que estaré contigo y con otras diez parejas en la mansión, encerrada durante tres meses, me matarían y me quitarían la herencia, y ya sabes que esa herencia nos vendría muy bien después de la universidad.

—Sí, sí — respondió Ana, acariciándole la rodilla blanca —. Mi vida, me voy a casar contigo. Ya te lo dije, pero ese dinero lo necesitamos para después. Si ganamos este reto, nos pagarán poco más de medio millón de dólares. Nos alcanzaría para invertirlo en un negocio y así podríamos forrarnos de dinero. Además, nuestro amor es muy fuerte. No tienes de qué temer.
Tris se relajó un momento. Lo que había dicho Ana era cierto. Llevaban tres años como novias, y saldrían de la universidad en un año más. Después de eso, ambas habían decidido casarse legalmente en el registro civil, y sería Ana la que tendría al primer bebé, con un óvulo de la propia Tris. Les gustaba la idea, a ambas, y estaban seguras de que podrían soportar este desafío. Tris sonrió ligeramente y se inclinó para darle un beso en los labios a su prometida. Ana detuvo el auto un momento para corresponder mejor al beso, al mismo tiempo que le acariciaba a su novia los hermosos cabellos negros y le metía una mano un poco más arriba del muslo.

Tamara y Andrea estaban demasiado entretenidas metiéndose mano debajo de la ropa, en el asiento trasero de un Uber, conducido por una sensual mujer de veinte y tantos años llamada Carmen. Carmen intentaba no ver por el retrovisor las discretas manos de las chicas, que se acariciaban los pechos mientras estaban abrazaditas y arrinconadas. Sus mejillas se colorearon de rojo y se aclaró la garganta. Tuvo que subirle al aire acondicionado para que se le bajara el calor. Oyó un gemido provenir de los delgados labios de Tamara, y ya no pudo más.
— ¡Ejem! — tosió para llamarles la atención —. Hay un motel de paso por aquí. Podemos ir las tres, si lo desean.
Tamara, una fulminante rubia de ojos celestes y mejillas pecosas, frunció las cejas y dijo con una voz rasposa.

— Anda, pero mira qué pervertida nos salió esta. ¿Qué dices, amor? ¿Deberíamos de enseñarle a ella con quién se está metiendo?
—Creo que tengo espacio para una más — bromeó Andrea y de repente estalló en risas. Carmen, ruborizada, no dejó de conducir y decidió no volver a hablar más.
A Tamara le gustó la conductora. Se prometió pedirle su número celular para cualquier emergencia, en caso de que quisieran salirse de la mansión, aunque francamente, lo dudaba. Si había aceptado el reto de Sara, era porque necesitaba probar nuevas experiencias con Andrea, y montarse un trío con su novia era algo que las dos tenían en mente. No importaba el dinero, aunque de todos modos nunca vendrían mal unos dólares extra por ello.
Andrea se deslizó el cabello castaño por detrás de las orejas y se acomodó los lentes. Se molestó al notar cómo su novia veía con cierta lujuria a la conductora, así que le tomó de las mejillas y le plantó un beso caliente para llamar su atención. Era buena besadora. Había ganado un concurso en la secundaria cuando se enfrentó a otras de sus amigas, y rompió varias relaciones entre parejas por atreverse a meterse con ellas. Hombres y mujeres, sin importar qué o quién estuviera allí. Era, a los ojos de las demás, una verdadera zorra devora cuerpos, aunque por suerte, nada de este turbio pasado era conocido por Tamara. La leal Tamara. La salvaje Tamara, tan buena con las manos que podría hacerle llegar al orgasmo con sólo tocarle un poco y meterle un dedo, con el que hacía mil maravillas.

Leonor pasó la página 78 de su nuevo libro. Estaba leyendo una colección de cuentos de ciencia ficción escritos por Isaac Asimov, y estaba tan enfrascada en su lectura, que para ella nadie más existía en ese coche. Cruzó las piernas, que asomaban tersas y suaves por debajo de la minifalda militar. Su pelo negro y cortado de forma irregular le caía en picos por encima de los hombros, desnudos con la blusa de tirantes que llevaba.
—Este... cariñito hermoso, ya vamos a llegar a la mansión de Sara — le dijo Noriko, su novia. Era una chica de origen japonés. Estudiaban en el mismo colegio, y Noriko se hizo su novia porque le atraían las mujercitas calladas. Lo que nunca se imaginó fue que Leonor fuera demasiado fría cuando estaba metida en sus libros, lo cual era casi siempre.
Leonor la miró con sus hermosos ojos negros y pequeños. Movió sus labios tintados de rosado y dijo una sola cosa:
—Shh. Estoy leyendo.
—Sí... lo siento, cariñito —. Noriko suspiró. A veces le costaba entender un poco a su novia, pero le gustaba mucho. Por otra parte, le gustaba tanto como cualquier otra chica japonesa en tierras desconocidas.
Llevaba poco más de un año allí y quería experimentar cosas nuevas, cosas prohibidas y volverse un poco loca con las fiestas y los antros. De alguna forma esperó, a su llegada, que una chica loca se hiciera con ella y la sacara a vivir las fantasías más fuertes y divertidas de la vida; pero por azares del destino, había terminado emparejada con Leonor, y si esto era así, era debido más que nada a que Leonor quería una novia con la que experimentar el amor entre mujeres, tal y como había visto en sus libros. Noriko sólo estuvo en el sitio correcto y en el momento correcto. Recordó la primera vez que abrió sus tímidas piernas para ella, y el gusto enorme que sintió. Desde eso, su noviazgo era irrompible.

Leonor cerró el libro y lo dejó en la guantera. Estiró los brazos y se relamió la boca. Todos esos movimientos los vio Noriko, y se sintió sumamente emocionada por estar a su lado. No podía esperar a llegar a la mansión, meterse con ella en la ducha y pedirle que hiciera con su lengua ese truquito de presionar y sorber. Se sonrojó ante la idea y se le perló la frente.
— ¿Crees que sean bonitas? — preguntó Leonor, con su voz fresca de terciopelo, aunque tan seria como un autómata.
—Pues... imagino que sí. Mi mamá solía decir que no hay chica fea; sólo mal arreglada. ¿Estás emocionada?
— Algo. La verdad sólo estoy aquí porque tú insististe en venir conmigo. Conviviremos con diez parejas de chicas. La que quede finalista, ganará un buen dinero. Pienso en cuántos libros podré comprarme con ellos.
— De seguro muchos, cariñito.
Leonor sonrió. Hacía calor, de modo que se quitó la blusa y se quedó solamente con el sostén negro de encajes. Le bajó la temperatura al aire acondicionado y reclinó el asiento para acomodarse. Le pidió a su novia que le despertara cuando llegaran, pero Noriko apenas la escuchó, porque estaba más concentrada mirándole los hermosos senos debajo del sostén, y el arete en el ombligo que colgaba como una hermosa joya, digna de una princesa.

— ¡No! ¡Nooo! ¡No quiero ir! ¡Samanta, da la vuelta!
— ¡Cállate, Lucy! Necesitamos el dinero para salir de ese maldito apuro.
Lucy no entendía esas razones. Cruzó los brazos y miró hacia otro lado. Tenía lagrimitas en los ojos y estaba a punto de romper en auténtico llanto. La tonta de su novia, Samanta, había perdido una apuesta muy cara y estaba a sólo meses de que le embargaran el coche. Si no conseguía el dinero del premio, se metería en un lío muy grande.
—Te amo — dijo con su voz de ángel —, pe-pero me parece demasiado tener que vivir con otras chicas. Ya sabes que me pongo nerviosa con otras personas. Especialmente si son como nosotras.
— ¿Nosotras? Ah. No te preocupes. No dejaré que ninguna te ponga un dedo encima, princesa. Estaremos bien y después de esto, te juro que se acabaron las apuestas.

Ni siquiera Samanta estaba segura de lo que estaba diciendo. Ganar ese premio de más de medio millón de dólares era tan fácil como que ella pudiera reprimir su miedo a los hombres; que ya de por sí era difícil. Le tocó el bracito a su tierna Lucy y ésta se alejó, pegándose más al cristal del coche. Lucy en ocasiones era una muchachita demasiado caprichosa y quejica, aunque le gustaba mucho hacerla reír sólo para ver cómo se quedaba roja y se le marcaban los hoyuelos.
Estacionó la camioneta un momento y se lanzó encima de su novia para sumergirla en preciosos besos húmedos. Aunque Lucy se resistió, al final se echó su pelo rojo detrás de las orejas y correspondió a los amorosos gestos de su novia. El intercambio de dulce saliva la hizo estremecer, y le recorrió las mejillas, el cuello y los pechos con la lengua. Tal vez iban a llegar un poco tarde, así que Samanta apagó el coche y dirigió un dedito dentro de los shorts de Lucy.
Como accionada por un interruptor, Lucy pateó a su novia y se cruzó de piernas.
— ¡No! Ya te dije que no estoy lista.
— Lo... lamento. Perdón. No era mi intención.
Sam se limpió la boca y volvió a acomodarse detrás del volante. Se preguntó cuándo estaría Lucy lista para llegar a algo más que unas simples caricias. Moría de ganas por probar sus dulces néctares y amarla como se merecía que la amaran.

—Francamente, no entiendo por qué usted está asistiendo a esto, señorita Front.
Matilda Front respiró tranquilamente y cruzó las piernas. Iba en los asientos traseros de su limusina, mirando a través de la ventana cómo el monte pasaba y pasaba sin más dilataciones.
— Fred, sólo conduce ¿quieres? Y recuerda que tienes estrictamente prohibido decirle a mi padre que, en vez del campamento, estaré concursando por ese dinero.

— Pero usted es millonaria, mi señorita. Podría pedirle de todo a su papá, que es jefe de varios barcos cargueros.
— Sí, pero papá siempre presume de que yo nunca podría hacer nada por mi cuenta. Ganarme setecientos mil dólares viviendo con un montón de chicas durante tres meses, debe de ser algo fácil.
— Recuerde que usted es de la alta. No quiero que esas... citadinas le vayan a pegar pulgas.
Matilda se rio y se quitó el listón del escote de su vestido para amarrarse el pelo. Había decidido traerse un atuendo de tela dorada y de pedrería reluciente en el pecho. Algunos podrían decir que se vería anticuada, pero sus rizos rubios combinaban perfectamente con la ropa de gala. Ya podría enseñarles a esas chicas cómo se vestía una verdadera dama.
—En ese caso, tendré que estar... al nivel que ellas pidan, claro. No quiero crearme enemigas.
Fred se sonrojó.
— Todas las chicas — dijo —, tienen una característica en común. Son lesbianas.
— Lo sé. Yo no lo soy. Tengo novio ¿recuerdas? No te preocupes por mí, Fred. Mantendré mi vagina alejada de toda boca femenina y me reservaré para Eduardo, mi novio forzado por las tontas promesas de papá.
— Bueno, mientras usted sepa lo que hay en juego en caso de que no se una en matrimonio con ese hombrecito... estará bien. Le pido, de favor, que no se dejé tocar por las chicas de allí. Quién sabe qué clase de personas son esas lesbianas sucias. Por el amor de Dios. Mujeres amando mujeres. El mundo se va al demonio.
Matilda sonrió para sus adentros. Fred estaba en lo cierto, en algunas cosas.

Shoot the Trill, de ACDC sonaba a todo volumen dentro de la camioneta. Zafira, al volante, le dio un amplio sorbo a su lata de cerveza hasta saciarse y la tiró por la ventana.
— ¡Woo! Vamos por esos setecientos mil dólares. ¿Qué me dices, Elena?
—Te sigo por completo — respondió Elena, sin mucho interés. Bostezó sonoramente y encendió un cigarrillo —. Me pregunto si de verdad nos darán ese dinero.
— No seas mensa. Firmamos esa cosa frente a un abogado. Claro que es legal. ¡Oh!
¡Me fascina esta canción!
Aceleró de repente, y el cigarrillo de Elena se le cayó en los jeans. Maldijo y fulminó a su amiga con la mirada.
—No sé por qué estás tan emocionada. Son sólo chicas.

— Adoro a las chicas — río Zafira —. Son tan... hermosas, dulces. Hacer gemir a una de placer es una misión para mí. Me pregunto qué clase de personas estarán viviendo con nosotras, aunque realmente me gustaría saber si me enamoraré.
—Por favor. El amor es sólo un contrato falso de tonterías. Difícilmente encontrarás uno que sea auténtico.
— Me lo dice la que intentó matarse cuando su novia la dejó.
—Eso es diferente — replicó Elena, escondiéndose los brazos con el suéter. Ya no se le veían las cicatrices, pero le avergonzaban. Recordar que estuvo a punto de matarse por un desamor era algo de lo que se arrepentía en demasía. ¿Qué clase de tonta haría tanto por un amor?
Su amiga Zafira creía mucho menos en las relaciones. Ella solamente iba al concurso por el dinero y por la posibilidad de comerse a tanta señorita se le pusiera en frente. Era una mujer insaciable, con una vida sexual muy concurrida. Trabajaba en un antro de señoritas, donde atendía la barra y de vez en cuando se tomaba una copa con alguna mujer para después llevársela a la cama. Le gustaba mucho bailar y mirar televisión. Era una bebedora social, aunque a veces tenía sus momentos de locura. A Elena le atraía su fortaleza y su actitud de que le den a todo el mundo por el culo.
— Sexo, sexo, sexo. Rico sexo, sexo sexoooo — canturreaba felizmente Zafira. Elena, sonrojada de la vergüenza por compartir el coche con una chica de esa calaña, se hundió en el asiento y se metió los audífonos. Se aferró a su cinturón cuando su amiga giró el coche violentamente para rebasar a otro.

— ¡Maldición! — exclamó Charlotte cuando el convertible la rebasó violentamente — ¿Qué les pasa a estas personas? Cielos, estoy cansada y harta. Sólo quiero llegar ya y dormir una buena siesta. ¡Ah! Puta camioneta. ¡Acelera!
Hundió el pie en el pedal. El Ford, de los años cincuenta, que casi le había robado a su abuelito, rugió como la carcacha que era y empezó a traquetear cuando su motor se quejó. A Charlotte se le enrojecieron las mejillas de la vergüenza y quiso tener a alguien con quién quejarse de sus problemas. Sin embargo, no iba nadie con ella. Se había quedado sin pareja al final, todo porque a su vieja amiga Cristina le dio miedo meterse en una mansión con varias chicas lesbianas y sedientas de sexo.

— Tonta Cristina. No todas las lesbianas somos ninfómanas. Yo sólo... yo sólo voy en busca del amor de mi vida.
Suspiró, feliz y optimista. Había buscado el amor en varios sitios, pero en una mansión repleta de chicas, de seguro hallaría a alguien a quién amar.

La mansión de los placeres lésbicos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora