28. La Prueba final Parte 1: En medio de la tormenta

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Charlotte miró hacia el cielo y frunció las cejas al ver las oscuras nubes que se aproximaban hacia la isla. Presagiando la tormenta, un viento frío que calaba los huesos le puso la carne de gallina, y su cuerpo reaccionó con una oleada de nauseas que le hicieron sentir peor de lo que ya estaba.
—No me gusta nada de esto —le dijo a Yoko. La asiática apenas logró entenderla.
— ¿Tormenta?
—Sí. Sarah sabía del peligro, pero ya no podemos hacer nada. Continuemos ¿Vale?
Yoko asintió y abrió el navegador para ver su posición en la isla. Todavía les faltaban varios kilómetros para llegar a la meta, oculta entre la selva tropical y más allá de lo que cualquier otra chica podría esperar. Llevaban, para ese entonces, tres horas del desafío y Charlotte sabía que, al igual que ella, todas sus amigas deberían de sentirse igual de cansadas y asustadas.
El reto de lady Su había sido, casi de forma literal, una lucha por la supervivencia. Abandonadas en una isla en medio del caribe, con una tormenta tropical acercándose de forma inexorable, las muchachas de las tres mansiones de verdad que estaban poniendo más del cien por ciento en tratar de conseguir el tesoro al final del reto. Aun nadie sabía qué era exactamente el premio que la mafiosa asiática tenía preparado para ellas, pero si la reputación de la mujer le precedía, era algo realmente bueno.
—Char-san —dijo Yoko, eligiendo cuidadosamente las palabras—. Refugio. Está lloviendo.
Charlotte sonrió y tomó la mano de la muchacha.
—El mapa dice que hay una cueva a unos cien metros hacia allá.
Con las frías y gruesas gotas cayéndole sobre la piel, Charlotte deseó que su adorada Matilda no estuviera pasando las mismas penurias que ella.

Soledad hacía honor a su nombre, y Mati encontraba eso algo irónico. La muchacha no había dicho mucho desde que se conocieron en la playa. Pareciera que su estado de melancolía era eterno, y sus respuestas se limitaban a monosílabos y leves fruncimientos de cejas. No había nada más, y Matilda estaba sintiéndose incómoda en medio del silencio.
—Hace una fuerte tormenta allá afuera —comentó la rubia, en un enésimo intento por hacer una conversación. Soledad le miró de reojo y sonrió con prudencia.
—Es mejor quedarnos en la tienda.
—Sí... aunque me preocupan las demás ¿qué hay de ti? ¿Crees que a tus amigas les esté yendo bien?
La muchacha se encogió de hombros. Matilda suspiró y abrió el termo para servir dos tazas de café tibio. Buscó en su mochila y halló sendos paquetes de galletas para las dos. Las puso todas sobre una camiseta doblada y le ofreció a Soledad un pequeño refrigerio.
— ¿Tienes novia?
—Charlotte —respondió Mati, un poco desconcertada por la sorpresiva pregunta—. ¿Qué hay de ti?
—Novio. Ser lesbiana no era un requisito para entrar a las mansiones.
—Oh, yo era hétero hasta hace poco. O puede que lo siga siendo. En realidad, no estoy del todo segura. Sólo sé que me encanta estar con Charlotte.
—El amor es peligroso —de repente Soledad tenía muchas ganas de charlar—. Alguien siempre sale lastimado, inevitablemente si está o no en una relación.
— ¿Cómo tu amiga María?
—No es mi amiga —contestó rápidamente la latina, como si aquella pregunta la hubiera ofendido—. Esa mujer se ha dedicado a hacerme la vida de cuadritos desde que llegué a la mansión. Me alegra de que al fin las cosas vayan a terminar.
Mati se acercó más a la muchacha y le habló con visible interés.
— ¿Es malvada? ¿Rencorosa?
—Sí. Es como el diablo. Nuestra Señora sólo la mantiene porque le da... emoción a todo lo que hacemos —los ojos de la chica se hicieron dos rendijas—. Tu amiga Leonore sólo la hizo enojar más. Desde la pelea, es como si María fuera otra persona. Se la pasa hablando sola.
Repentinamente Matilda tuvo deseos de salir de la tienda, hallar a Elena y decirle que tuviera cuidado con la estúpida vengativa que iba tras ella. La única razón por la que no lo hizo, fue porque la lluvia era muy fuerte y el viento zarandeaba la casa de campaña.

Un gajo cayó cerca de la cueva, y Elena se echó para atrás. Segundos después, un fulgurante rayo iluminó las paredes húmedas y arrastró consigo el rugir de un trueno aterrador. El viento rugía descontroladamente, arrastrando partículas de polvo, arena y piedrecillas que pinchaban como agujas sobre la piel.
—Esto es horrible —exclamó a su compañera—. ¿En qué demonios estaba pensando Su al hacer un reto así en un sitio tan peligroso como este?
— ¿Quieres calmarte, muchacha? Estaremos bien. Te encanta quejarte.
—Oh, ¿ya viste la tormenta? No es una simple llovizna. Es una maldita tormenta tropical. ¡Podríamos morir, Marcela!
La latina suspiró con fastidio y deseó tener tapones para los oídos. Escuchar la fastidiosa voz de Elena durante tanto rato ya le estaba dando dolores de cabeza. Era una mujer odiosa y ahora comprendía porque María le tenía tanto odio.
—Vamos, relájate, bonita. Mejorará y podremos seguir con nuestro recorrido.
A duras penas, Elena volvió a sentarse sobre una toalla. Encogió las piernas y apoyó el mentón sobre las rodillas. Se preguntó, sin dejar de mirar a través de la espesa cortina de agua, si Zafira y Pilar estarían bien allá afuera. Las echaba de menos a las dos, y estar metidas en una situación tan peligrosa como aquella le ponía las cosas en perspectiva.
—Tengo unas amigas maravillosas —susurró, sintiéndose muy culpable por la forma en la que las había tratado. Y no sólo a ellas, sino a todas las personas que la rodeaban. Elena no era de meterse con nadie, pero en su mente siempre había toda clase de críticas y malos pensamientos. Comúnmente, por ejemplo, creía que Leonore era una vanidosa sin remedio, y que Charlotte era patética.
Ahora, sin embargo, pensaba diferente sobre ellas. Le dolía saber que no siempre las tendría a su alrededor, y que cuando el reto terminara, posiblemente jamás las volvería a ver.

Por la noche, Sarah y Carolina habían unido sus fuerzas para hacerle frente a lady Su. La tormenta no iba a detenerse, y allá afuera, chicas inocentes estaban en verdadero peligro. Eran sus niñas, y se sentían algo más que sus meras amas: tenían que protegerlas.
—Sólo te pedimos que envíes un equipo de búsqueda para hallarlas —exclamó Carolina.
—El reto era de supervivencia —contestó la maliciosa cara de la asiática. Estaba sentada en su ornamentado sitial de respaldo alto y aterciopelado—. Y ustedes aceptaron el desafío a sabiendas que era peligroso y que se avecinaba una tormenta. ¿Me estoy equivocando, hermanas?
Sarah bajó la vista. Su tenía toda la razón. Sus ansias por ganar habían puesto a sus chicas en una situación muy mala. Vio que Carolina pasaba por la misma incomodidad que ella. La líder asiática supuraba un aura cruel y dulcemente encantadora a la vez. Aunque para la sociedad, las tres eran iguales, en el fondo, Su y las superaba por mucho en cuanto a recursos y ferocidad.
—Mañana enviaré a sus equipos —les aseguró y deslizó una mano sobre la espalda de un gato persa que descansaba sobre sus piernas. El animal bostezó lánguidamente y levantó la cola—. Por ahora, vayan a dormir. No puedo hacer más por ustedes.
—Será una larga noche —dijo Sarah, temiendo por la vida de todas sus hijas.
El clima había mejorado un poco al amanecer. Ya no se sentía el despiadado viento intentando arrancar los árboles desde sus raíces, pero la lluvia continuaba en intervalos recios y lloviznas que pinchaban la piel.
Los equipos continuaron su camino, guiándose por los mapas, orientándose con la brújula, escalando colinas escarpadas y arrastrándose debajo de troncos caídos y manchándose el cuerpo de barro y cuanta porquería encontraban en su camino. No era una tarea fácil. Estaban consciente de eso, y también estaban conscientes de que se estaban jugando el todo por el todo.
—No me siento bien —dijo Charlotte, y se dejó caer sobre una piedra plana—. Tengo fiebre.
—Estás ardiendo —dijo Yoko, después de tocarle la frente—. Enferma.
Charlotte asintió y cerró los ojos. Las sienes le martillaban y cada una de sus neuronas parecía estar exprimiéndose dentro de una prensa hidráulica. Estaba sedienta y tenía tanta hambre que ya comenzaba a sentir el estómago perforado por la acidez.
—Continuemos —le alentó Yoko. Charlotte se tomó unos segundos para modular su respiración, y aceptó la mano que la asiática le ofrecía.

Marcela iba por detrás de Elena. Intentaba leer el mapa aunque su habilidad para eso era deprimente. Tampoco estaba muy concentrada. A decir verdad, experimentaba un nerviosismo poco saludable que le estaba comiendo las entrañas.
— ¿Segura de que es por aquí? —preguntó Elena, sin mirar hacia atrás—. Me parece que me has estado llevando en círculos.
—Es por aquí. Solo es un poco difícil orientarse.
—Uhm, pues vale. Opino que descansemos un momento ¿sí?
—Claro —sonrió María.
Las dos se sentaron sobre un tronco, detrás de unos densos arbustos floreados. Marcela sacó la mochila de provisiones y preparó un poco de café para ambas.
—Me pregunto si Pilar estará bien —dijo Elena con voz melancólica—. Ella me preocupa.
— ¿Sí? Pues... seguro de que está bien.
—No es muy lista que digamos —la sonrisa de Elena se esfumó fugazmente—. Ojalá me hubiera tocado hacer equipo con ella.
—Mala suerte.
Marcela bebió un sorbo de café y dejó que resbalara tranquilamente por su garganta.
—Oye, Elena.
— ¿Sí?
—Perdón.
— ¿Por qu...?
Una sombra surgió detrás del arbusto y atrapó a Elena con una fuerza casi sobrehumana. Marcela apretó la taza sin atreverse a mirar. Una mano delgada y morena apresó el cuello de la amazona y le frotó, mientras esta pataleaba, un pañuelo mojado en la nariz.
—Shh.... Tranquila.
—Tardaste un poco —dijo Marcela.
—Tenía que esperar y disfrutarlo —fue la caustica respuesta de María, mientras acostaba al inconsciente cuerpo de Elena sobre el piso y le daba una patada en el estómago—. Pero mira qué bonita presa hemos conseguido. Gracias. No habría podido hacerlo sin ti.
Marcela se levantó.
—Haz lo que quieras, pero ya no me metas más.
— ¿Estás asustada?
No se atrevió a responder. En lugar de eso, la muchacha siguió su camino y pronto se perdió entre la selva.
Todo estaba bien. María ya no la necesitaba.

La mansión de los placeres lésbicos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora