15. Renuncio a la mansión.

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Abrió el broche del sujetador con tanta rapidez que estuvo por romperlo. Cuando sus senos quedaron desprovistos de toda protección, Elena se lanzó a por ellos, mordiéndolos con la punta de sus dientes y sintiendo su textura suave y firme a la vez. Se aseguró de que su lengua humedeciera toda el área que tenía a su alcance. Estrujó el par de curvas como si se tratase de gemas de algodón, respirando lánguidamente para absorber todo el aroma que le fue posible.
Zafira jadeó entrecortadamente, sumando su aliento a los besos que Elena le dio en los labios. Abrazó a su amante, rasgando su espalda con sus uñas y cerrando sus piernas alrededor de su cuerpo. Hizo un intento por girar para que ella estuviera arriba, pero Elena clavó sus manos en el suelo de la tienda y la dejó allí, sometida, sumisa para ella y seducida por una sonrisa de labios rojos y mirada sugerente.
Expuso el cuello e imploró sus besos. Elena no tardó en darle gusto. Sus manos acariciaron los muslos de la morena con una fogosidad tal como si quisiera prenderles fuego, y luego se dirigieron a esa zona especial e íntima escondida entre sus piernas. La irrupción de sus dedos fue bien recibida por un grito ahogado. Sintió que Zafira quería levantarse para ser ella quien dominara en ese momento. No se lo permitió. Elena estaba orgullosa de ser la única mujer capaz de dominar a la muchacha, la única con habilidades suficientes como para dejarla pidiendo más y más.
— ¿Qué quieres que te haga? —le preguntó, cuando sus dedos apretaban su clítoris y le daba leves golpes con sus manos. Su mano estaba impregnada por la excitación de su amiga.
—Lo que quieras... oh, Elena...
—Si no me dices qué, no puedo hacerlo.
—Quiero... chupar tus pechos.
—Eso debiste decirlo hace rato.
Encaramándose sobre ella, Elena tomó sus propios pechos y los guio hacia la boca de Zafira. Ésta los sostuvo con sus manos, jugando por un momento con su peso, su contextura, y finalmente metiéndose los pezones a la boca. Adoraba el sabor de Elena, la forma en la que sus curvas bailaban dentro de su boca. Podría quedarse prendidos de ellos durante toda la noche.
—Eso es... —dijo Elena con ternura—, bebe de ellos. Sáciate, linda.
Zafira la envolvió más fuerte con sus piernas, deseando que hubiera algo dentro de su coño. Le susurró a Elena que la quería dentro, y riendo, la mujer descendió por su vientre y encontró la humedecida hendidura del cuerpo que tenía debajo. Entró con movimientos lentos, doblando los dedos para abrir un espacio suficiente y arrancar un gemido de satisfacción en su pareja. Sopló dentro de sus oídos para estremecerla con deliciosos escalofríos. Zafira sonrió de oreja a oreja, a medida que empujaba la cabeza de su amante.
Elena comprendió lo que quería, y descendió rápidamente. Separó sus piernas y la besó en los mojados pliegues de su sexo. E incluso se permitió morder un poco el pequeño clítoris que asomaba tímido entre la caliente piel. Le dedicó especial cuidado a este, cubriendo toda la raja de Zafira con su boca. Sus dedos entraban y salían a un ritmo veloz, clavándose con rapidez y surgiendo de nuevo con lentitud y violencia contenida. La morena se tapó la boca para evitar gemir y arqueó la espalda.
Miró hacia Elena y le acarició la cabeza con timidez. Siempre había querido dominarla, ser ella quien llevara la batuta; no obstante Elena nunca le había dado esa oportunidad, y Zafira encontraba el estado de sumisión un tanto morboso y excitante. Se le ocurrió que podría darse media vuelta, quedando bocabajo. Elena volvió a encaramarse sobre ella, besándole la espalda hasta llegar al lóbulo de su oreja. Tres de sus largos dedos entraban en la intimidad apretada, abriéndose camino hacia el clímax.
—Más... más despacio —rogó Zafira, incapaz de contenerse.
—Estás loca si crees que haré esto más despacio.
Al contrario, aumentó la intensidad de sus estocadas. Elena se permitió verla llorar de placer. Una mueca de dolor combinada con una sonrisa casi infantil a medida que su cerebro alternaba entre sufrimiento y gozo. Finalmente Zafira apretó la quijada y echó el cuerpo hacia adelante cuando el orgasmo la invadió.
Jadeando, la boca de Elena la cubrió en un ardiente beso que le robó el aliento. Incluso no habían pasado los espasmos de su corrida, los dedos continuaban cavando dentro de ella, usando su placer previo como un puente para encadenar un segundo y tercer orgasmo incluso después del primero. Zafira ya no se limitó a ahogar su tierna voz. Gozó a toda honra.
Elena se detuvo cuando se dio cuenta de lo que había hecho. El calor dentro de la tienda, y el de sus propios cuerpos las había cubierto de una fina capa de sudor, por lo que sus pieles resplandecían como si estuvieran bañadas en aceite. Jadeaba y las hebras de su cabello se le pegaban a las mejillas.
— ¿Quieres más?
—No... por favor, no —respiró Zafira profundamente —. Dame unos minutos.
—Creo que ahora sí podrás dormir tranquilamente.
Dándole un beso más, Elena se puso una camiseta larga y salió de la tienda. El frío de la noche era deleitable, y su calor corporal fue descendiendo poco a poco. Se estiró y se acomodó el cabello detrás de las orejas.
Matilda finalmente soltó el aire que estaba conteniendo. Con insomnio, creyó que mirar la fogata durante un rato acabaría por producirle sueño. Eran las tres o cuatro de la madrugada, y además de encontrarse con el rumor del aire, se topó con los gemidos de Zafira mientras Elena la hacía suya. Habían sido unos minutos agonizantes para ella, pues cada sonido traído por el viento inyectaba imágenes de deseo, lujuria y sexo dentro de su pulcra mente.
Elena se le acercó y se sentó en el tronco que estaba al lado de ella. Sacó del bolsillo de su camiseta un cigarrillo y lo encendió con una ramita de la hoguera. Absorbió una amplia bocanada y dejó escapar el aire.
— ¿Nos escuchaste? —le preguntó.
Matilda puso los ojos en blanco.
—La haces gritar. Parece que la estuvieras matando.
—Siempre ha sido así.
— ¿La conoces desde hace mucho?
Elena sonrió mientras cruzaba sus largas piernas.
—Sí. Desde que éramos niñas. Yo le di su primer beso como a los ocho o nueve años, aunque no sabíamos qué estábamos haciendo en realidad. Supongo que... Zafira es como es gracias a mí.
— ¿La volviste...?
—No hay muchas personas que se me resistan —le guiñó un ojo, y Matilda se ruborizó al imaginarse promesas de orgasmos inimaginables—. ¿Qué harás con Charlotte?
—Creo que me tomaré el tiempo para meditarlo un poco. La quiero... —miró en dirección a la casa de campaña de Charlotte, y suspiró con cansancio—. Estamos distantes.
—Zafira ya me contó que las viste en pleno acto. Es normal que Char esté confundida, y con tu silencio, la confundes más. Ambas son demasiado orgullosas para sentarse y charlar sobre lo sucedido.
—Lo sé.
—Tienes que dar el primer paso, o esa tetona no lo hará.
—Tetona... —rio Matilda.
—Si la conquistas, sólo piensa en que todas esas carnes serán para ti.
—No quiero a Charlotte por sus encantos. La quiero por cómo me hace sentir.
La otra chica se tomó unos segundos para meditar.
—En Facebook vi una imagen que dice "cuando dejas de mirarle el culo y empiezas a ver su sonrisa, ya te jodiste". Creo que estás enamorada.
—O confundida. No lo sé. Quiero... explorar.
—Ya sabes lo que tienes que hacer —dijo Elena, aproximándose hacia su compañera. Matilda se puso a la defensiva—. Unos cuantos besos en las mejillas —le rosó la cara con la yema de sus dedos—, y unas pocas caricias en las piernas. No olvides unos mordidas en el cuello, y susurrarle palabras excitantes. Con eso cae.
—Eres experta en esto ¿verdad?
—Casi nunca hablo. Me dedico a mirarlas a todas y a evaluarlas. Ni siquiera Zafira sabe cómo soy en realidad. Le digo las cosas que le diría a una buena amiga, y lógicamente hay cosas que me guardo. Y eso es lo peor.
— ¿Por qué? —preguntó Matilda, asegurándose de que el pañuelo que le cubría los pechos estuviera bien amarrado.
—Porque lo peor que puedes hacer contigo misma es tener secretos que ni tú estás dispuesta a aceptar. No te ciegues —le dio una palmada en la rodilla—. Acepta y deja que otros te acepten.
Mati reflexionó sobre esto. Había mucha razón en las palabras de la amazona.
—Ve a tratar de dormir. Yo haré guardia. Ya casi va a amanecer.

Las chicas volvieron a la mansión cerca de las ocho de la mañana. Leonore, que cerraba la fila, veía a sus amigas felices y eso le produjo un sentimiento de éxito. Dudó, durante un momento, que sus planes funcionaran y que todo terminara de mal en peor. Se había equivocado y así lo demostraban Nicole y Lucy que caminaban tomadas de la mano y charlando animadamente. Incluso Zafira y Elena parecían un poco más unidas. Le resultó gracioso ver a la morena al lado de la otra, que era casi una cabeza más alta y parecía más experimentada en todo sentido. Las únicas que rompían con esa tranquilidad eran Charlotte y Matilda. Seguían sin dirigirse la palabra. Eran como una mancha en un perfecto piso inmaculado.
Apenas llegaron, Zafira y Elena se metieron a la piscina para refrescarse. Noriko y Leonore se dirigieron a la ducha, mientras que Lucy y Nicole fueron por sus consolas de juego para echar unas partidas.
Charlotte, cuya consciencia había estado castigándola durante toda la mañana, acosada también por sueños, decidió que ya era suficiente. No podía negar que quería a Matilda para algo más allá de un simple acostón. La distancia entre ambas le había enseñado una valiosa lección.
Así pues, armada de valor, se dirigió a la rubia; pero en ese momento la voz de Sarah se oyó por el altavoz.
—Bienvenidas, hijas. Espero la hayan pasado bien. Matilda, necesito que vengas al sótano cuanto antes.
Mati, extrañada, se levantó y miró a Char, quien le cuestionó con la mirada. Ella se encogió de hombros y se dirigió con Sarah.

Media hora después, las muchachas ya estaban reunidas en la sala y miraban la televisión. Entonces Sarah apareció por el corredor, y junto a ella venía una Matilda con los ojos enrojecidos por las lágrimas y la nariz roja. Charlotte fue la primera en notar que se le quebraba el estómago.
— ¿Qué ha pasado? —les preguntó. Sarah, suspirando, le contestó:
—Matilda abandona la mansión.
Y el mundo de Charlotte se tambaleó como pocas veces lo había hecho.
— ¡Es injusto! —Protestó Lucy, cuyo arrebato despertó curiosidad en las otras chicas—. Ella no ha hecho nada.
—No es cuestión mía —Sarah miró a la pequeña rubia, y ella habló después de limpiarse las lágrimas.
—Es... un problema familiar. Alguien cercano a mí acaba de morir y tengo que volver para su funeral, y ver algunas cosas... de la herencia.
El silencioso llanto de Matilda acabó por hacer llorar a Lucy. La más sensible del grupo. Leonore se mordió el labio, mientras que Charlotte se aproximó con pasos vacilantes y abrazó con timidez a Matilda.
En ese momento, dado el terrible shock emocional a causa de la tragedia, ambas chicas decidieron romper sus diferencias y se pasaron calor la una a la otra. Los problemas quedaron relegados hacia atrás debido al lazo cálido de su amistad.
Charlotte acarició el pelo dorado de su amiga y le dio un beso el hombro. La apretujó mucho contra sus pechos.
—Lo siento mucho.
—Gracias.
Luego, separándose de ella, miró a sus amigas. Luego a Mati y finalmente a Sarah.
—Renuncio a la mansión. Quiero irme con ella.
Incluso Sarah abrió los ojos de par en par. Matilda palideció, más de lo que ya estaba. Zafira apretó los puños en una protesta silenciosa.
— ¿Estás... segura de eso, Charlotte? —preguntó Sarah cuidadosamente.
—Si Matilda se va, voy con ella. Si regresa, también lo haré. ¿Verdad?
—No... no sé si volveré. Puede que todo tarde demasiado. Los procesos legales... los abogados...
—No me importan —sonrió Charlotte—, la vida se me va sin ti.
Sus palabras provocaron traviesas sonrisas en sus amigas. Incluso Matilda, apenada y con la cara roja por el momento, encontró divertido el rostro enternecido de Charlotte. Sintió deseos de besarla y su amor se manifestó como un barrido del sol sobre un campo de nieve.
Sarah asintió.
—Está bien. Vayan a empacar.

No había ni tiempo de organizar una despedida. Tampoco sabían si sería temporal, o si ellas no volverían. La perspectiva de eso les bajó los ánimos a todas. Leonore también se sentía alicaída, pero no pudo hacer nada.
Charlotte y Matilda bajaron con sus maletas y vestidas con ropas formales. Se veían preciosas, como si de pronto se hubiesen convertido en mujeres maduras, dejando atrás esa inocencia juvenil.
Se despidieron de ella con abrazos y besos. La que más sufrió, sin duda, fue Zafira. Charlotte se marchaba y deseó no sentirse mal por ello. Ya se había resignado a no amarla, sí, pero estar sin su presencia iba a ser un duro golpe que no estaba dispuesta a soportar. Su ausencia ponía un peso sobre sus hombros. Su abrazo con Charlotte tardó más de lo esperado, pero finalmente se separaron con tristes sonrisas.
—Fue rico mientras duró —le dijo la morena a su ex amante.
—Lo disfruté cada segundo... pero tienes contigo una amazona que puede hacerte explotar de placer.
Le dirigieron una mirada coqueta a Elena, que abrazaba y acariciaba cariñosamente la espalda de Matilda. Su nueva amiga.
—Lo sé. Suerte con Mati.
—Igualmente.

Tras su partida, la casa se sumergió en un caudaloso silencio. De nuevo las muchachas estaban encerradas en sus habitaciones, aunque visiblemente mejor que antes de irse de campamento.
Zafira y Elena estaban mezcladas en una deliciosa sesión de sexo, abiertas ambas de piernas y con sus hermosos coños frotándose el uno con el otro. Se miraban sostenidas de las manos fuertemente. Las tijeras era la posición preferida de Zafira, porque podía sentir el vivo contacto caliente del clítoris de Elena y la humedad que se unía a la suya y ayudaba a la fricción. Además, sus caderas se movían a un ritmo muy ágil. Puede que Elena tuviera más experiencia, supiera posiciones sexuales más traviesas y pervertidas, pero Zafira compensaba sus deficiencias frente a ella con una buena condición física que le permitía saltar sobre la cama durante un largo periodo de tiempo, y su carácter de chica multiorgásmica la volvían una experta en cuanto al sexo se trataba.
Elena echó la cabeza para atrás y sus senos se bambolearon como dos globos llenos de almíbar. Zafira se separó, y aprovechando que su amiga tenía las piernas separadas, se hundió en su sexo y recogió el fruto de ambas. Si Charlotte ya no estaba en la mansión, ella daría lo mejor de sí para disfrutar con todas las mujeres que pudiera.
Tristemente sólo tenía a Elena para saciarse. No es que despreciara a su amiga, pero se hacía algo repetitivo tener siempre el mismo cuerpo para sí.
Por otro lado, Leonore estaba un poco asustada. Miró con recelo las nalgas rojas de Noriko, que se exponían para ella sobre la cama. La chica estaba de a gatas, con el pelo mojado sobre la almohada y el trasero levantado.
— ¿Segura que quieres que siga?
—Hazlo, amorcito. No me había dado cuenta de lo mucho que me gusta esto.
Leonore suspiró. Tensó el cinturón, y descargó un golpe sordo contra las carnes de su novia. El cuero dejó una marca levemente roja sobre su piel de ébano. Nori soltó un gritito y luego un gemido de placer.
—Oye... Noriko. Te amo con toda mi alma y la idea de golpearte no me excita mucho.
—Vamos, no seas mojigata —dijo la chica, moviendo sus curvas y ofreciendo una generosa visión a su pareja.
— ¿No quieres que mejor te coma un poco el...?
— ¡No! ¡Pégame!
Poniendo los ojos en blanco, Leonore reanudó sus golpes.
Al otro lado de la mansión, Lucy y Nicole tenían su propio momento. Estaban en el jardín trasero, recostadas a la sombra de un naranjo y tomadas de las manos mientras miraban las nubes discurrir como una manada de azúcar en el vasto cielo azul.
A Nicole no le importaba no tener sexo con ella. Era lo de menos. Le daba igual si Lucy ya no estaba interesada en el tema. Lo que valía la pena era su compañía, pues desde su llegada sintió un pulso de electricidad que la atrajo hacia ella como una lámpara que seduce a un insecto.
Se giró hacia ella y captó el perfil de su rostro. La curva de la frente. La nariz y los labios rosados. Siguió descendiendo hasta sus generosos senos, cuyas puntitas libres de sujetador levantaban la suave tela de la blusa. El vientre estaba descubierto, y más abajo, el sensual reborde unas piernas tan lisas como la superficie del hielo.
Esa era su chica.
Era su amor.
Se inclinó tímidamente, y comenzó a besarle en el abdomen. Lucy sonrió y le acarició la cabeza sin apartar la vista del cielo.
Se sentía lívida, como si flotara en un mar de hojas que la llevaran a la deriva. La lengua de su novia recorría suavemente su piel, dándole tiernos besitos alrededor del ombligo y descendiendo traviesamente unos pocos centímetros por debajo del elástico de sus pantalones de algodón.
—Oye... sube más —le dijo a Nic, riendo por las cosquillas.
Nicole se sonrojó y apartó la boca de su estómago, para ascender y besarle en las mejillas.
—Quédate quietecita, amor mío.
Lucy asintió y cerró los ojos. Nicole no tuvo necesidad de montarse sobre ella. Se relajó, y colocó una mano sobre los pechos de su nueva acompañante. No estrujó ni acarició. Simplemente la dejó allí, entre ese par de hermosas gemas blancas. Besó su boca con una ternura igual que un vidrio dulcificado, o el suave siseo de una flauta. El aliento de Lucy se sentía como el aroma del jugo de uva, y su calor era como estar delante de una fogata en una noche invernal.
—Dios... cuánto te amo —le susurró a un milímetro de separación.
Lucy sonrió para sus adentros. Ni Samanta había dicho cosas tan hermosas. Decidió darle un premio, y aparte de corresponder a su seductora boca, colocó una mano sobre la de ella, y la incitó a moverla sobre sus pechos. Le mostró la presión adecuada, el movimiento circular. Cuando Nicole hubo comprendido, quitó la mano y dejó que su chica le masajeara las curvas. Sintió sus puntitas ponerse rígidas, y su frente se perló de una pequeña capa de sudor a causa del aumento de temperatura corporal.
De repente vinieron a ella imágenes de Samanta ultrajándola. Lucy sintió miedo y se removió inquieta.
Nicole se dio cuenta y se separó de inmediato.
—Lo siento.
— ¿Qué cosa? —preguntó Lucy.
— ¿Te incomodé?
La chica sonrió.
—Mis senos son mi zona más erógena. Sólo me estremecí de placer.
—Ah... entonces...
—Ven aquí. No pares de besarme.
Volvió a fundirse con ella. La ausencia de Charlotte y la de Matilda habían quedado atrás. Mientras las otras chicas gemían, se mordían y se daban ricos golpes para alcanzar el clímax, Lucy y Nicole sólo tuvieron que besarse para darse cuenta de lo bien que se complementaban la una a la otra.

La mansión de los placeres lésbicos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora