16. Consumación

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Dos horas más tarde, Matilda se despertó con el llamado de su amiga. Durante un instante no supo lo que estaba pasando. Todo era tan irreal y onírico que se escapaba de su percepción. Un día antes se sentía motivada y contenta por haber aceptado sus sentimientos, y en menos tiempo del esperado, como si se tratara de una conspiración, su ánimo se había visto opacado por la muerte.
La llegada a su mansión sorprendió a Charlotte. Una muralla rodeaba un gran terreno bordeado por árboles y setos podados de docenas de formas diferentes. La pequeña casa de Mati era lo más parecido a un castillo, dos o tres veces más amplia que la residencia de Sarah.
—Sólo tiene cuarenta habitaciones —aclaró Matilda, restándole importancia al asunto.
Subieron por una escalera de mármol hasta las grandes puertas de la fachada. Nada más entrar, una comitiva de criadas saludó a Mati con una cordial reverencia.
—Gracias. ¿En dónde está mi madre?
—En la oficina de su papá.
—Iré a verles. Ah... guíen a Charlotte a mi habitación —se giró hacia su amiga—. Estaré contigo en un rato.
—Sí... claro.
Completamente fuera de lugar, Charlotte siguió a una criada. Subieron unas preciosas escaleras alfombradas y deambularon por un largo corredor, flanqueado de cuadros familiares y réplicas de pinturas famosas. Había algunas joyas y jarrones dispuestos en bases de exquisita madera, y una que otra armadura o uniforme militar que contaba historias del pasado por sí mismas.
—La familia de la señorita tiene un legado amplio —aclaró la criada, como si leyera la mente de la invitada de su señora—. Por favor, sígame. Los aposentos de la señorita están por aquí.
El dormitorio, si es que se podía llamar así, era tan grande como la casa de Charlotte. Quizá un poco menos. El punto es que la castaña se sintió tan incómoda que no supo para donde mirar. No estaba acostumbrada a los lujos. Su habitación la conformaba una cama, un librero, una mesa con su computadora y nada más. Le gustaba la austeridad y lo práctico.
Por el contrario, Matilda vivía entre lujos. La cama tenía un tamaño matrimonial, con un dosel de ceda gris cayendo como una cascada de sombras sobre los mullidos cojines de plumas de ganso. Una lámpara de araña colgaba del techo, y las paredes estaban cubiertas por planchas de madera reluciente y aceitada. Tenía su propia chimenea, que estaba apagada. Un ordenador de Apple estaba un poco polvoriento a causa del poco uso de su dueña. El guardarropa ocupaba toda la pared izquierda. Las moquetas del piso eran de mármol y estaban tan bien pulidas que hubieran pasado por lágrimas de cristal.
—Espere aquí, por favor. Puede encender la televisión.
— ¿Qué televisión?
La mujer tocó un panel de control junto a la mesa, y una placa de madera se retrajo hacia arriba. Detrás había una pantalla tan grande como la cama.

Sarah suspiró con un cansancio impropio de ella. Miró a su alrededor y dejó que su mirada se deleitara con las bellezas de la mansión de madame Carolina. Las jóvenes que vivían en su hogar eran todas pelinegras y traídas desde las lejanas tierras de Centroamérica y Sudamérica. Eran morenas de tez bronceada, altas y con unas curvas tan juveniles que Sarah sintió que sus chicas eran barbies comparadas con ellas.
Las veinte chicas estaban en bikini y se divertían en la piscina. Otras jugaban con pistolas de agua y unas más participaban en un torneo de voleibol contra las muchachas asiáticas de lady Su.
— ¿Vas a apostar? —le preguntó Minerva, jugando con su largo cabello rojo. Tenía una buena mano de cartas entre sus finos dedos.
—Sí... dos mil más.
—Pago tus dos mil y aumento mil más —añadió Lidia.
Carolina bebió de su copa, y le pidió a Claudia, una linda chica de pelo corto, que le trajera otra.
— ¿Qué tienes, Sarah? Luces triste —le preguntó cuándo tuvo su nueva bebida entre las manos.
—Son mis chicas. He perdido casi a todas. Nada más quedan seis.
—Vas a perder nuestra apuesta.
—Sé que la que se quede sin muchachas ganará, pero me preocupa la salud mental de mis niñas. Tienen demasiados problemas amorosos.
—Ese fue tu error —acusó lady Su—. Buscaste chicas que eran pareja y las metiste a convivir con otras de sus mismos gustos. ¿Qué esperabas?
—Sí, Sarah —añadió Carolina—. No era requisito que las chicas fueran lesbianas.
—Pues ya no puedo hacer nada. Están deprimidas por varias razones y no sé cómo alegrarlas.
Las mujeres se quedaron pensativas un rato, hasta que lady Su bufó.
— ¡Pff! Perdimos el torneo —sacó su chequera y le puso una cuantiosa cantidad a Carolina. Luego, Su se levantó de la mesa y fue a consolar a sus chicas asiáticas por la aplastante derrota de las latinas.
—No pueden contra mí. Elegí a las mejores. ¿Alguien más quiere jugar contra ellas? ¿Qué tal tus niñas, Sarah? Sería bueno.
—Dm... supongo que podríamos intentarlo.
— ¿Seguro que no se romperán? —atacó Minerva con una sonrisa burlona.
—No subestimes el coraje de mis chicas. Verás que darán una buena batalla a tus hijas, Carolina.
—Trato hecho.

La mansión de los placeres lésbicos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora