Capítulo 25

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Arien

Hace cientos de años...

—¡Vamos, Hermes! ¡Vamos a llegar tarde!

Mis piernas todavía eran muy cortas como para competir con la velocidad del dios, pero yo igualmente levanté la mano y miré hacia arriba para ver su sonrisa. Tiré de su mano para que igualara mi ritmo. En su lugar, Hermes cogió en brazos mi diminuto cuerpo y lo echó sobre su hombro antes de correr a esa velocidad que solo lo caracterizaba a él.

Reí, a esa edad, segura en el Olimpo, inconsciente de los peligros que había más allá de aquel lugar divino, era feliz. Por eso reía en compañía de Hermes y disfrutaba de sus historias acerca de mis tíos y de los dioses.

Me dejó caer en la orilla del río y rápidamente me arrodillé sobre el barro, machando el vestido blanco que llevaba. Mis ojos de niña se abrieron de par en par el ver los peces brillando contracorriente, saltando como si me saludaran. Un espectáculo que solo se daba una vez al año y ni siquiera Zeus sabía por qué. O eso me decían...

Hermes se arrodilló a mi lado y miró con una sonrisa. Yo disfruté de aquello durante un largo rato, hasta que me di cuenta de que Hermes estaba callado. Sentado con las piernas cruzadas a mi lado, jugando nerviosamente con las pequeñas alas que había en sus sandalias. Hermes nunca guardaba silencio durante tanto tiempo, ni había permanecido tanto tiempo conmigo ningún año. Zeus y el resto de los dioses iban primero siempre. Ya debería haberse ido de allí para remitir sus mensajes.

Por eso, cuando lo vi allí parado conmigo, siendo la primera para él, pensé, dejé caer la cabeza sobre el regazo, abrazándole.

El dios se sorprendió y acarició mi cabeza con ternura antes de abrazarme.

—¿Quieres irte ya? —me preguntó y negué con la cabeza tan rápido que le hice reír.

Toqué las alas de sus sandalias, suaves al tacto como las plumas de un búho, pero tan blancas como la propia luz del sol. Eran algo especial, excepcional.

—Oye, Ari —levanté la mirada hacia él—, necesito decirte una cosa.

Me incorporé y levanté la mirada hacia él con toda mi atención.

—¿Sabes cuántos años mortales tienes ya?

—Hera dice que... unos diez —acerté a decir.

Hermes asintió. Ante mis ojos, sus manos buscaron sus sandalias de nuevo y arrancó una de las plumas de sus sandalias.

—¡Hermes! —exclamé indignada.

El dios se llevó un dedo a los labios indicándome silencio y, con la pluma que tenía en la mano, me señaló el lugar del que la había cogido. La pluma que había arrancado creció ante mis ojos y todo quedó como si nada hubiera pasado.

—Guau —murmuré.

—Te he hablado muchas veces de los otros mundos, ¿verdad? —asentí escuchando con atención—. Y sabes que Zeus no te dejará quedarte aquí durante toda la vida, ¿verdad? —también asentí—. Esos mundos son maravillosos, Ari. Tienen cosas que no puedes creerte a ver, cada persona que vive allí tiene una historia que contar, pero... precisamente por eso son peligrosos. Pueden intentar hacerte daño.

—Soy fuerte, Hermes —repliqué—. No me harán daño.

—Pueden intentarlo —repuso con una sonrisa—. No solo tu cuerpo, sino esto —y señaló mi pecho, allí donde estaría mi corazón—. Pueden hacerte mucho daño, más del que imaginas.

No lo entendía entonces. Hermes acarició mi mejilla para calmarme y me mostró la pluma sosteniéndola entre los dos. Tenía un brillo especial, era una pluma, pero hermosa, como hecha de la esencia de las estrellas.

La Otra Compañera// ACOTARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora