Capítulo 39

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Arien

Si algo hermoso tenía aquella corte, era la noche, haciendo honor a su nombre. La cuidad estaba tan viva como de día, a veces incluso hasta más activa.

Y aquella noche tenía demasiadas cosas en la cabeza. Las ideas de los dioses acechando en las sombras me volvía loca. Pensar que podrían aparecer en cualquier momento hacía que no pudiera conciliar el sueño de ninguna manera. La imagen de Hermes llevándome con él, apartándome de Lucien la última vez asaltaba cada pocos segundos mi mente. Pero también lo hacía la idea de no saber por qué estaba allí. Hermes no había sido claro, no tenía ni idea de lo grave que podría haber sido el asunto como para volver allí cuando todos me habían olvidado.

Como guardiana de la noche, subí a la azotea y me cubrí los hombros con mi capa, arrebujándome del frío. Las frías ráfagas de aire me devolvían a la realidad de tiempo en tiempo, para darme un pequeño descanso de los pensamientos, del deseo de escapar de allí de nuevo.

Pero huir no era una opción.

—Sabes todo, mejor sal de una vez —dije en voz alta.

Primero escuché un suspiro, después los rítmicos pasos de las botas ilirias. Notaba el lazo tenso en el interior de mi pecho desde que había cerrado la puerta a Lucien, lo sentía tenso desde el momento en el que dejé de tocarle por la mañana. Lo notaba rodeando mi garganta con fuerza en un fuerte nudo, conteniendo mi respiración y mis lágrimas.

Y después, noté las sombras de Azriel allí donde no alcanzaba la luz de la calle de abajo.

—Lo siento —dijo—. Pero os escuché a Lucien y a ti hablar en el pasillo y después...

—Los dioses saben que he roto mi voto —lo corté sin dejarle seguir—. Ahora tienen el derecho para castigarme cuando me encuentren.

Estaba sentada sobre el borde del muro que rodeaba la azotea, con las piernas cruzadas y de espaldas a Azriel. No estaba cerca de mí, todavía tenía mucha distancia por salvar y, sin embargo, el lazo, todo mi cuerpo y mis ideas se centraron solo en la idea de lo insoportable que era esa cercanía del ilirio con mi cuerpo.

—Para —le ordené, sin mirarle, mirando un punto en la noche como si todo se redujera a ello—. No te acerques más.

Los pasos se detuvieron y cerré los ojos con fuerza ante la tensión insoportable que notaba en todo mi cuerpo. Me giré hacia él y me puse de pie. Los ojos color avellana del chico brillaban en la oscuridad como un par de estrellas más, sus enormes y majestuosas alas recogidas a su espalda y recto como un soldado.

—No sé qué hacer —confesé en un suspiro.

Azriel bajó la mirada un momento antes de volver a mirarme con el mentón apuntando hacia el suelo. Su mirada más salvaje, pero también más vulnerable. Y el flash de nuestro beso, allí mismo en aquella azotea, cruzó mi mente por un momento. La tensión del lazo se redujo un poco con ese pensamiento.

Intenté apartar la mirada de él. No estaba bien desear que ocurriera de nuevo o, después de lo que ya había roto, que siguiera adelante. Por eso me volví a girar hacia la noche y miré al cielo, a las estrellas, a la oscuridad... a las sombras. Porque tuve la sensación de que las sombras de la noche estaban vivas, se movían, danzaban a mi alrededor como también lo hacían alrededor de Azriel.

Las miré con las atención. Con cautela, las sombras, más parecidas al humo o a una niebla oscura, se movieron como si se tratara del viento a mi alrededor y volvió a ponerse ante mis ojos, jugando conmigo. Alcé la mano, despacio, y la sombra se apartó como un animalillo asustando. Dejé la mano donde estaba y poco a poco, la sombra se acercó y acarició mis dedos pasando más allá de ellos, como si los pasara entre mi propio cabello. Subió por mi brazo, por mi hombro y se enredó en mi pelo de tal forma que, al salir, levantó otra ráfaga de aire helado. Me llevé la mano al rostro para que mi cabello no me entrara en los ojos.

La Otra Compañera// ACOTARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora