Capítulo 37

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Lucien

Contemplé con atención a Hermes mientras caminaba alrededor del salón, se acercaba a la mesita de té y pasaba un dedo enguantado sobre ella para comprobar el polvo acumulado y cuando se acercó a la chimenea para acercar las manos y gemir de placer al notar el calor. Con decepción pensé que no era tan emocionante tener a un ser divino en mi propia casa. Más bien, parecía muy normal y hasta débil. Pero nunca lo diría en voz alta, buen sabía de lo que eran capaces los dioses, ya lo había visto en la batalla contra Hybern.

Dejé mis cosas al lado de la entrada y colgué mi capa en el perchero antes de sentarme en el sofá. Hermes se giró y me miró con aquellos ojos oscuros que parecían conservar todos los secretos del universo. Si yo llevaba vivo una eternidad, él había estado vivo desde el inicio del tiempo. Por eso, me erguí en mi asiento para no parecer impertinente.

—Al final ha pasado —dijo y se dejó caer en el sillón justo en frente de mí—. Al final, el lazo se ha consumado.

No dije nada. No podía negarlo, no podía defenderme.

—Pero Ari no es feliz —cruzó una pierna sobre encima de la otra y yo levanté la mirada de golpe—. ¿Cómo puede ser feliz si vive con miedo, Lucien? Acaba de quebrantar las órdenes que se le dieron de pequeña, las mismas que ha estado siguiendo al pie de la letra desde que se le dieron. Tiene miedo de la incertidumbre que supone que los dioses se enteren de lo que ha pasado. O, quizá debería decir, de lo que uno de ellos piense al respecto.

—Yo la protegeré de ello —dije con seguridad.

Hermes soltó una risa. Baja, hechizante. Estaba claro de dónde venía aquella faceta de Arien, era algo familiar. Hasta la sonrisa burlona de aquel dios me resultó agradable, aunque estuviese atentando contra mí. Pero me recordaba demasiado a ella.

—No lo dudo, pero sería inútil tu cabezonería contra el padre de los dioses —replicó—. Ni todo el poder de los Altos Lores juntos podrían detenerle... Lo frenarían, pero no lo detendrían...

Hermes conjuró rápidamente una lira, el mismo instrumento que Arien había creado para sí misma en la casa de Velaris. Despacio, comenzó a puntear una melodía que no reconocía. Durante algunos segundos, solo contemplé al dios y a sus dedos moviéndose de un lado a otro de las cuerdas. Tenía los ojos cerrados y la expresión serena. No tenía intención de seguir hablando.

—¿Qué hace aquí? —le pregunté.

Sus dedos se detuvieron y esta vez sus ojos se abrieron con una seguridad impenetrable. Yo mismo hice el esfuerzo por no encogerme sobre el mismo sitio en el que estaba. Sin embargo, las puntas de mis dedos de la mano izquierda se clavaron en el reposabrazos.

—Lo mismo que tú —se puso de pie—: Proteger a mi sobrina. Si no es por mí o por Artemis, Zeus nunca sabrá lo que ha pasado. Y da la casualidad de que en el Olimpo todos queremos a Arien y la protegemos. Aunque no estemos a su lado.

—Entonces Zeus no lo sabe —repuse.

—Pero no tardará en saberlo. Por eso, cabe la posibilidad de que tengamos que sacarla de aquí. Y tú necesitas saberlo.

Sentí que palidecía.

—No os la vais a volver a llevar —dije con los dientes apretados.

—Si de verdad la quieres, Lucien Vanserra, tendrás que dejar que la ocultemos de Zeus.

—¿Y no sabrá ese Zeus dónde la iréis a esconder? ¿No se enterará tarde o temprano como lo que ha pasado ahora? ¿Seguirá con una vida desgraciada en la que tenga que seguir huyendo de un lado a para otro?

La Otra Compañera// ACOTARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora